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<p class="rtejustify"> Él sentía románticamente Cochabamba. Vibraba con algunas multitudes aglomeradas en su imaginación y la parsimonia del tranvía. </p> <p class="rtejustify"> Para él Cochabamba era sinónimo de verdes campiñas, mujeres bellas y hombres que sin esfuerzo de caballerosidad se quitaban los sombreros para saludar a los conocidos. </p> <p class="rtejustify"> ¡No! Demasiado tópico y superficial. Esto parece un relato anticuado, como lo es el actual espacio que habita. Sus viejas fotografías guardadas en la vieja maleta de cuero gris con olor a moho que heredó de sus padres. </p> <p class="rtejustify"> ¡Empecemos otra vez! </p> <p class="rtejustify"> Él adoraba Cochabamba. Sus calles eran como los laberintos de la vida, angostos pero fáciles de sobrellevar. Para él, Cochabamba era como una metáfora viva de la felicidad, pero no una felicidad kantiana de búsqueda incesante, sino más bien una felicidad espontánea, natural, presente. Llena de caprichosas formas, retos, sabores y colores imposibles. </p> <p class="rtejustify"> Era una felicidad vallejiana, pessoniana casi siempre. Borgiana y paciana de “mes en cuando”: dolor y felicidad, amor y lluvia y soledad y caminos.</p> <p class="rtejustify"> “Sólo lo difícil es estimulante”. Sí, José Lezama Lima entendía el reto de la vida. La vida, de adolescente o de niño, está llena de retos. Minúsculos o medianos, pero retos al fin. Para él, de adolescente, existían retos sagrados: hacer que su trompo “bailase”, por ejemplo, raudo e interminable. Afinarlo hasta que quedara “sedita”. </p> <p class="rtejustify"> El arte de tirar el trompo contenía una sagrada escritura. Era sinónimo de dominio, y quien dominaba el trompo en la palma de la mano, dominaba el mundo. </p> <p class="rtejustify"> Luego estaban las cachinas, unas “lecheras”, otras brillantes, opacas, vivas. Los dedos ágiles apuntaban al destino del triunfo hasta estrellarse en la derrota del enemigo. Había estrategia y pasión y pura amistad, pese a las derrotas. </p> <p class="rtejustify"> Las latitas de tapacoronas aplanadas le daban sonido a una adolescencia sorda y sin dolencia. Diestro y concentrado, pretendía arrinconarlas hacia la pared lo más posible para impedir que el contrincante lo igualara. Mejor si hacía “espejito”, una terminología que sólo recordarán los semiólogos de la calle, los que mordían polvo todas las tardes tras salir del colegio. </p> <p class="rtejustify"> Huella indeleble de la destreza del jugador eran los volteos que debían ejecutar esas latitas, apiladas en el dorsal de la mano. ¡La sabiduría estaba en el equilibrio! Acróbata de la vida y del misterio, era casi como un destino borgiano: microcósmico, fantástico. </p> <p class="rtejustify"> ¡Ustedes comprenderán!</p> <p class="rtejustify"> La cita callejera concluía cuando de pronto y como un alarido monstruoso surgido de las cavernas de la esclavitud se escuchaba un grito ensordecedor nacido de los pulmones de Aquiles. ¡Adentroooo! Fin del telegrama. </p> <p class="rtejustify"> ¡La voz de mamá era el summum de El proceso de Kafka: acusación y sentencia, sin derecho a defensa e indulto!</p> <p class="rtejustify"> No era Armstrong ni Charlie ni Gershwin. Era un bailecito, un vals, una cueca: Huérfana Virginia, Soledad, Pajarillo carcelero, Ilusión perdida, Cochabambina. “Cochabambina me contarás,/ de Cala Cala tú me hablaras./ Con tus ojos me darás la luz para soñar…”. Añoranza de Los 4 de Córdoba. Esos eran los recuerdos que le hacían sucumbir en la memoria. Su pensamiento era universal, pero llevaba un corazoncito a cuestas. “Llora, llora el alma mía penas del ayer”.</p> <p class="rtejustify"> Ya adolescente enamorado, Cochabamba la sentía a madreselva, a paraíso, a jazmín perfumado, a petricor. </p> <p class="rtejustify"> Olía a tortilla salida del horno, a quesillo, a café con aroma de mamá o a sopa de maní, en domingo. Impecable y único día de la semana destinado a la elaboración de guiso de los dioses. Todo un enigma de alquimia indescifrable. </p> <p class="rtejustify"> “El molino ya no está; pero el viento sigue, todavía”. Le decía Vincent van Gogh a su hermano Théo en sus cartas.</p> <p class="rtejustify"> Si la mamá o el papá despertaban de buen humor ese domingo soleado y tranquilo, era posible tramitar una salida al cine. </p> <p class="rtejustify"> Algo así como la pregunta más filosófica y profunda de Guillermo Cabrera Infante en su libro, ¿Cine o sardina? </p> <p class="rtejustify"> Alea iacta est. La suerte estaba echada.</p> <p class="rtejustify"> Las carteleras estaban expuestas en la plaza 14 de Septiembre, acera norte. </p> <p class="rtejustify"> Si tenía suerte, salía raudo para informarse de las películas de estreno; si no, la radio era la mejor voz para saberlo. </p> <p class="rtejustify"> ¿Salas de cine? ¡Ja! Había muchas: Aguirre, Opera, Roxy, Bustillo, Capitol, Astor, Cochabamba, Avaroa. Sin contar el Víctor, que fue creado por Afrodita para otros fines ligados a ligas mayores. </p> <p class="rtejustify"> ¿Eran suficientes para tanta pasión por el cine? </p> <p class="rtejustify"> Quizá necesarios para reunir a los “changos” de barrio en torno a una época, así como Fellini puso a su Amarcord en la palma y en el corazón de Cinecittà. El acto casi ritual de asistir al cine en Cochabamba no tenía una dirección general, pero sí un guion apasionado: matinée, tanda y noche. Esta maratónica cesión de fin de semana suponía, implícitamente, la resistencia estoica de ciertas inclemencias: las colas para comprar las entradas, las graderías duras y frías de “gallo” (galería) o las butacas incómodas y misteriosas de platea. Ambas locaciones, en un solo escenario, presumían de olores a humedad, a cigarrillo de tabaco negro y a perfume barato. </p> <p class="rtejustify"> Nosotros, como actores de reparto, ganábamos, estando en gallo, el reparto de chicles pegados en los pantalones y, en platea, los escupitajos celestiales que caían directamente del cielo. </p> <p class="rtejustify"> Cinema Paradiso podría ser la copia perfecta para aplaudir por siempre a Giuseppe Tornatore o a Salvatore para creer eternamente que el “dios cine” de esa época en Cochabamba constituía una trilogía indeleble: alucinante, divertida, mágica. </p> <p class="rtejustify"> ¡Del amor y de otros demonios! </p> <p class="rtejustify"> A esa edad, el estado de letargo bobo es un tsunami. Rondan los demonios en la cabeza, en el corazón y con mayor énfasis, en los bolsillos. </p> <p class="rtejustify"> Le llegó como un combazo en la nuca. De mano sudada, se los veía, al salir del cine, haciendo una amable cola en las dos heladerías clásicas de Cochabamba: Kivon y España. El amor de adolescente es el afecto que te consume y te con-funde. Como esa melva o esa vienesa que se derriten en tu boca y que te las tragas como secretos imposibles de desvelar. Los digieres como miel o como hiel. </p> <p class="rtejustify"> Para él, Cochabamba era el lugar perfecto para nacer. Sus luces tenues y sus apuros perfectos se combinaban con el desorden de sus ideas y el caos del tránsito vehicular. </p> <p class="rtejustify"> No era Manhattan, ni Santiago, ni París, era Cochabamba, el nido perfecto para incubar ideas, para cuidar la prole, cultivar amigos, atrapar risas y bendecir muertes o, simplemente, para darse un beso con su chica irresistible en la clandestinidad de los atardeceres, en algún banco desfigurado de una plazuela, o en las Noches Blancas, pintadas con las manos tímidas de Fiódor Dostoievski. Todo un soñador enamorado.</p>
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<p class="rtejustify"> Él sentía románticamente Cochabamba. Vibraba con algunas multitudes aglomeradas en su imaginación y la parsimonia del tranvía. </p> <p class="rtejustify"> Para él Cochabamba era sinónimo de verdes campiñas, mujeres bellas y hombres que sin esfuerzo de caballerosidad se quitaban los sombreros para saludar a los conocidos. </p> <p class="rtejustify"> ¡No! Demasiado tópico y superficial. Esto parece un relato anticuado, como lo es el actual espacio que habita. Sus viejas fotografías guardadas en la vieja maleta de cuero gris con olor a moho que heredó de sus padres. </p> <p class="rtejustify"> ¡Empecemos otra vez! </p> <p class="rtejustify"> Él adoraba Cochabamba. Sus calles eran como los laberintos de la vida, angostos pero fáciles de sobrellevar. Para él, Cochabamba era como una metáfora viva de la felicidad, pero no una felicidad kantiana de búsqueda incesante, sino más bien una felicidad espontánea, natural, presente. Llena de caprichosas formas, retos, sabores y colores imposibles. </p> <p class="rtejustify"> Era una felicidad vallejiana, pessoniana casi siempre. Borgiana y paciana de “mes en cuando”: dolor y felicidad, amor y lluvia y soledad y caminos.</p> <p class="rtejustify"> “Sólo lo difícil es estimulante”. Sí, José Lezama Lima entendía el reto de la vida. La vida, de adolescente o de niño, está llena de retos. Minúsculos o medianos, pero retos al fin. Para él, de adolescente, existían retos sagrados: hacer que su trompo “bailase”, por ejemplo, raudo e interminable. Afinarlo hasta que quedara “sedita”. </p> <p class="rtejustify"> El arte de tirar el trompo contenía una sagrada escritura. Era sinónimo de dominio, y quien dominaba el trompo en la palma de la mano, dominaba el mundo. </p> <p class="rtejustify"> Luego estaban las cachinas, unas “lecheras”, otras brillantes, opacas, vivas. Los dedos ágiles apuntaban al destino del triunfo hasta estrellarse en la derrota del enemigo. Había estrategia y pasión y pura amistad, pese a las derrotas. </p> <p class="rtejustify"> Las latitas de tapacoronas aplanadas le daban sonido a una adolescencia sorda y sin dolencia. Diestro y concentrado, pretendía arrinconarlas hacia la pared lo más posible para impedir que el contrincante lo igualara. Mejor si hacía “espejito”, una terminología que sólo recordarán los semiólogos de la calle, los que mordían polvo todas las tardes tras salir del colegio. </p> <p class="rtejustify"> Huella indeleble de la destreza del jugador eran los volteos que debían ejecutar esas latitas, apiladas en el dorsal de la mano. ¡La sabiduría estaba en el equilibrio! Acróbata de la vida y del misterio, era casi como un destino borgiano: microcósmico, fantástico. </p> <p class="rtejustify"> ¡Ustedes comprenderán!</p> <p class="rtejustify"> La cita callejera concluía cuando de pronto y como un alarido monstruoso surgido de las cavernas de la esclavitud se escuchaba un grito ensordecedor nacido de los pulmones de Aquiles. ¡Adentroooo! Fin del telegrama. </p> <p class="rtejustify"> ¡La voz de mamá era el summum de El proceso de Kafka: acusación y sentencia, sin derecho a defensa e indulto!</p> <p class="rtejustify"> No era Armstrong ni Charlie ni Gershwin. Era un bailecito, un vals, una cueca: Huérfana Virginia, Soledad, Pajarillo carcelero, Ilusión perdida, Cochabambina. “Cochabambina me contarás,/ de Cala Cala tú me hablaras./ Con tus ojos me darás la luz para soñar…”. Añoranza de Los 4 de Córdoba. Esos eran los recuerdos que le hacían sucumbir en la memoria. Su pensamiento era universal, pero llevaba un corazoncito a cuestas. “Llora, llora el alma mía penas del ayer”.</p> <p class="rtejustify"> Ya adolescente enamorado, Cochabamba la sentía a madreselva, a paraíso, a jazmín perfumado, a petricor. </p> <p class="rtejustify"> Olía a tortilla salida del horno, a quesillo, a café con aroma de mamá o a sopa de maní, en domingo. Impecable y único día de la semana destinado a la elaboración de guiso de los dioses. Todo un enigma de alquimia indescifrable. </p> <p class="rtejustify"> “El molino ya no está; pero el viento sigue, todavía”. Le decía Vincent van Gogh a su hermano Théo en sus cartas.</p> <p class="rtejustify"> Si la mamá o el papá despertaban de buen humor ese domingo soleado y tranquilo, era posible tramitar una salida al cine. </p> <p class="rtejustify"> Algo así como la pregunta más filosófica y profunda de Guillermo Cabrera Infante en su libro, ¿Cine o sardina? </p> <p class="rtejustify"> Alea iacta est. La suerte estaba echada.</p> <p class="rtejustify"> Las carteleras estaban expuestas en la plaza 14 de Septiembre, acera norte. </p> <p class="rtejustify"> Si tenía suerte, salía raudo para informarse de las películas de estreno; si no, la radio era la mejor voz para saberlo. </p> <p class="rtejustify"> ¿Salas de cine? ¡Ja! Había muchas: Aguirre, Opera, Roxy, Bustillo, Capitol, Astor, Cochabamba, Avaroa. Sin contar el Víctor, que fue creado por Afrodita para otros fines ligados a ligas mayores. </p> <p class="rtejustify"> ¿Eran suficientes para tanta pasión por el cine? </p> <p class="rtejustify"> Quizá necesarios para reunir a los “changos” de barrio en torno a una época, así como Fellini puso a su Amarcord en la palma y en el corazón de Cinecittà. El acto casi ritual de asistir al cine en Cochabamba no tenía una dirección general, pero sí un guion apasionado: matinée, tanda y noche. 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