Como pocos, Julián dejó de hacerse preguntas y se dijo a sí mismo que el lugar donde se encuentra es parte de su destino. Casi sin noción del tiempo y con el continuo sentimiento de decepción, duerme sin temor bajo el puente Muyurina.
Oculto entre frazadas y edredones que lo protegen del frío, ningún visitante logra distinguirlo a primera vista. A su alrededor, cuatro cachorros duermen plácidamente. Cuando alguien se asoma, despierta con sorpresa. Mientras, sus guardianes —otros perros más grandes— ladran a todo pulmón, ahuyentando a la posible amenaza.
Segundos después, abre los ojos y su mirada recibe con calma a los visitantes.
Julián tiene 55 años, llegó a Cochabamba hace dos años. Anteriormente vivía en Sucre. Cuenta que una decepción lo llevó a vivir bajo el puente. “Mi esposa me ha traicionado, entonces me fui”, dijo con tristeza.
Para escapar de la realidad que lo abate, elige beber alcohol puro como amortiguador. “Aún me queda algo, lo bebo con agua”, dijo mostrando el bote de un alcohol medicinal común. Para él no es algo fuera de lo cotidiano y echa de menos poder compartirlo con su compañero Cristian, que hace unos días falleció. “Un tipo le quitó la vida, a él que era tan buena gente”, lamentó.
La vida bajo los puentes es un tema complejo. Algunos de los que la llevan dicen que fue por decisión propia, otros que fue algo fortuito, mientras que otros creen que fue su único refugio. De una u otra manera, se trata de una convivencia colectiva, en la que los vicios, las amistades y la pobreza no faltan.
Julián es sólo una historia, como la suya, existen otras 900 de personas que viven en situación de calle. A pesar de las gestiones por la rehabilitación de esta población, muchos continúan viviendo bajo los puentes.
Trabajo para sobrevivir
Vivir bajo el puente no quita las responsabilidades de conseguir los suficientes recursos para alimentarse. Julián, por ejemplo, trabaja recolectando material reciclable. Su espacio está lleno de montañas de botellas, ruedas, cartones, entre otros. Con la venta de éstos, consigue dinero para alimentar a todas sus mascotas. Ocasionalmente trabaja como albañil.
Otra opción es la limpieza de parabrisas, que realizan comúnmente los jóvenes que viven en los puentes.
Uno de ellos es Marco, quien, junto a cinco compañeros, se instaló bajo el puente Recoleta. Después de desayunar algo de cereal, salen a las 9 de la mañana a trabajar. “Salimos a trabajar después de limpiar nuestro lugar, es parte del trato que tenemos”, mencionó cuando barría la basura acumulada sobre la tierra.
Cuando se ingresa a su espacio, a pesar de la ausencia de puertas, se ve como un “hogar”. Las camas por un lado, la ropa por otro, hasta se puede ver una pequeña hornilla y una mesa con alimentos.
Mientras unos limpian parabrisas, otros se dedican al malabarismo y la producción de artesanías. Es el caso de Iván. Tiene 30 años, es de nacionalidad uruguaya y llegó hace dos meses a Cochabamba. Terminó viviendo bajo el puente Antezana porque así lo eligió y lo recibieron bien, aseguró.
“Me busco la vida, no me quejo, no tengo una vida como me gustaría, pero tampoco puedo pedir tanto. Cada cual busca su manera de vivir. Yo elegí esto”, expresó.
Los jóvenes comentaron que llevan una convivencia “armónica”. Durante la mañana se dedican a la limpieza, luego, cada uno va a trabajar. Cuando pueden, cocinan algo para compartir entre ellos.
Los motivos de su permanencia en los puentes son casi los mismos: una pelea familiar que los llevó a una depresión refugiada en vicios y adicciones. La idea de salir de esa vida no es lejana, y muchos desean irse a otro lugar.
Otra vida
Mientras algunos luchan por salir de la vida en los puentes, otros, que se libraron de ella, aseguran haber tomado una buena decisión.
Javier y Valeria son una joven pareja. Su historia comenzó hace seis años. Él vivió al menos cuatro años bajo el puente Killman. Ella lo visitaba y le sugería constantemente que saliera de allí.
El deseo de Valeria se cumplió después de mucha insistencia y ahora conviven en un cuarto. Ambos trabajan durante el día limpiando parabrisas en el mismo puente. En promedio ganan 80 bolivianos por día y su alquiler les cuesta 300 bolivianos al mes.
Javier está contento de no seguir bajo el puente. “No era vida la que tenía ahí, pasábamos mucho frío y peligros”, comentó. Agregó que, en repetidas ocasiones, grupos de otros lados se acercaban para tomar sus pertenencias. “En esos momento teníamos muchas peleas”, relató. Sus brazos están marcados de cicatrices, según él se las hizo en el limbo profundo que le ocasionaba el consumo excesivo de alcohol y clefa. Ahora está “limpio”, aunque las consecuencias de su pasada adicción continúan latentes.
El recorrido por los puentes de la ciudad evidenció una disminución de las personas que viven en esos sitios. Pese a esto, algunos continúan eligiendo este modo de vida, exponiéndose a diversos peligros y adicciones.
Julián vive bajo el puente Muyurina, es albañil y también se dedica al acopio de material reciclable.
Daniel James
OBLIGACIONES
La limpieza de sus hogares es diaria
La encargada de la Guardia Ambiental del río Rocha, Rina Cotina, junto a su compañera, recorre el río todos los días.
En su recorrido, recomienda a quienes habitan bajo los puentes, la limpieza diaria del lugar que ocupan. “Lo único que se les pide es que mantengan el lugar limpio, y se les deja permanecer, son personas tranquilas”, dijo.
Agregó que muchas personas se quejan por las amenazas de quienes viven bajo los puentes. Sin embargo, desestimó que se trate de una población agresiva.
En las otras fotos se observan asentamientos bajo los puentes.
Daniel James
ANÁLISIS
Sin políticas de servicio social, no existe rehabilitación
Fernando Salazar
Investigador Instituto de Estudios Sociales y Económicos
El escenario en el que viven las personas en situación de calle es preocupante, no saben si mañana estarán con vida, es de alto riesgo, viven al día.
Pareciera que a nadie le importaría eso, ni alcaldías ni Gobernación ni al Estado. Al no tener una visión de servicio social ni de servicio a la humanidad, no es posible rehabilitar a esta población.
La única salida es que las familias en este estado y con problemas de drogodependencia tengan un auxilio del Estado. Se debe aplicar la norma en el sentido de todo lo incautado y los fondos recurrentes deben ir a los centros de rehabilitación y residencia.
Hay que sacar a estos grupos de la calle si se quiere reducir los casos de delincuencia y librarlos de su dependencia del crimen organizado.
Los albergues de rehabilitación deben ser creados con alta presencia de profesionales, con presencia de las universidad y que nunca más pase lo que ocurrió en la “granja de los espejos” de los años 80.
Entonces que tengan una vida lo más saludable que se pueda.
Darles una vida digna es cuestión de fondos y políticas públicas. Debemos tener en claro que el origen de la situación de calle es de tipo familiar, por abandono, además de la cultura de consumo de alcohol, el acceso libre a las drogas y la pobreza.
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