El valor del ciudadano

Columna
EL OTOÑO DEL PATRIARCA
Publicado el 13/10/2019

Causa espanto sin igual imaginar poblaciones íntegras capturadas por un partido político. Es decir: todo un país vistiendo la camiseta del partido de gobierno, cualquier gobierno. Sin embargo, esa pesadilla forma parte de la historia de la humanidad. Más aún: es la rémora prendida como garrapata que algunos líderes (pocos, es cierto) aún albergan en su visión. Son pobres de vista. Cortos de corazón.

Frente al partido político único está la verdad de nuestra especie: no somos iguales, somos diferentes. Pensamos, sentimos, imaginamos también diferente. Algo de eso interpreta un sistema de partidos y agrupaciones. Por regiones. Por ideas sobre esta vida y el Estado. También por coyuntura. La numerosa diversidad de opiniones nos caracteriza mejor que aquel discurso de una sola cuerda, monocorde, enloquecedor como el sonido del universo, horadador como la gota de agua sobre la piedra. Verdadera tortura china. O soviética. O cubana.

La militancia más obcecada no lo considera así. En ella ha arraigado para siempre alguna idea, algún pensamiento, y se ha fanatizado. Quiero decir: ha perdido la razón. Ya no escucha y por lo tanto no debate. Denigra, amenaza. Parada en su trinchera de barro, se hunde. El horizonte lejano se le ubica a ras del piso, a la altura de los ojos. Luego queda bajo tierra. Es el destino de quien no piensa por cuenta propia y encuentra la salvación en la consigna. El partido político abierto, por curioso que parezca, le aterra. Y mucho más la sociedad abierta capaz de auto-examinarse. De echarse, diría, en el diván y verter su basura para buscar el alivio y la redención. No, claro que no. La militancia de la que hablo ha inventado psiquiátricos para todos quienes piensan diferente. Peor aún: para quienes piensan. Prefiere, le es mejor, un mundo cerrado.

El ciudadano, depositario de la soberanía, preciosa voluntad esencial para construir un país y constituir su andamiaje, es reacio al partido pero se sabe militante de la realidad. No es un verso. La vida le ha enseñado tanto y de tan diferentes maneras, que su opinión política vale oro. Precisamente por lo que sabe, discute, debate y construye opinión desde la mesa familiar o la del café. Se niega, está claro, a la consigna que baja rauda de las alturas y como guillotina cercena nuestra pasión por el pensamiento propio. Pero sí y en todo tiempo, alguna gente prefiere vivir bajo este régimen: el partido político como inmenso refugio a su orfandad intelectual absoluta; la espera por órdenes tantísimas veces contradictorias, incoherentes, inconsecuentes e innobles. Las va a cumplir de todas formas. Apenas tiene alguna ilusión más en esta vida. Son soldados, la infantería suicida de una ideología quieta y temblorosa como gelatina. El dogma, esa idea fósil que los fundamenta y erige, hace mucho tiempo que rueda imparable ladera abajo. La humanidad, esta, la actual, renueva las doctrinas políticas como también renueva las religiosas. La conciencia ecologista ha cruzado transversalmente nuestros pensamientos y ha anidado con naturalidad en nuestros sentimientos. Por esa elemental razón también busca renovar las fuentes de la energía. Y por esa misma razón, hace tiempo que se advierte el divorcio de la política con, sorpresivamente y nada menos, la sociedad civil. Cambia, efectivamente, todo cambia.

El ciudadano está al tanto de estas disquisiciones. Cada uno expresa estas ideas a su manera. Entiende el valor del político profesional pero no sintoniza con él. Entiende la necesidad de desarrollo, pero no a cualquier precio y menos a cambio del planeta. Acepta las organizaciones políticas, pero extraña la disidencia interior, el respeto a las minorías de todo orden: étnicas, religiosas, políticas y al intelectual, ese ciudadano que casi siempre vive y muere solo. En síntesis: está en pleno desacuerdo con la maquinaria pesada, herrumbrosa y contaminante que seguimos llamando partido. Esa verdad fulmina al militante de anteojeras.

Al ciudadano lo expresa, fundamentalmente, el voto. El voto, se sabe bien, es una opinión. Por alguien o en blanco. El pifiado o nulo es una pena irreversible. Propietario, como es, de la soberanía, exige que se le respete su opinión depositada en urnas. ¿Cómo es posible que esa opinión no valga nada? ¿Cómo es posible que la argucia de tinterillo valga más que la razón de ser del Estado? Es otra mancha en nuestra historia. Pero el ciudadano lo entiende. Ha asimilado la experiencia mordiendo palabras. Ninguna idea o utopía de delirantes está por encima del voto ciudadano. Gane quien gane, que gane siempre el soberano.

El autor es escritor

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