Miguel Ángel, un alquimista en la cocina
Texto: Arturo Choque
Fotos: Paceña
Transformación. La vida, la química y la cocina se trata exactamente de eso, y es algo que Miguel Ángel Fernández sabe bien. Su transmutación lo llevó desde una infancia de ladera en La Paz hasta los fogones de los restaurantes europeos frecuentados por las más rutilantes estrellas del cine internacional, y de esa vida de glamour, a un viaje de retorno al país y a sus raíces culinarias. Décadas antes de ser un reconocido chef, aquel niño de “Villa Balazos” tuvo la audacia de soñar en grande, orgulloso de lo que podía llegar a ser.
Fernández creció, junto a su madre, en Villa Victoria. A cuando tenía cinco años, su vida dio el primer giro: su mamá sufrió un accidente, una fractura doble en la pierna, la lesión le impedía cuidar de él y se tomó la decisión de que el pequeño viaje a Colcapirhua, el pueblo donde vivían sus abuelos maternos, mientras su madre convalecía en La Paz.
Para Fernández fue un viaje inaugural. Al verdor del valle cochabambino se sumaron los sabores y olores de la cocina de su abuela, la leche recién ordeñada que su abuelo le servía con chocolate al pie de la vaca… la angustia por la separación de su madre se fue compensando con el cariño, demostrado con comida, de sus abuelos.
Para él, la transformación de los alimentos fue un descubrimiento. Darse cuenta de que no todo nace en los mercados, ver a sus abuelos cultivar, cosechar, criar, faenear y cocinar como parte de una compleja cadena trófica que concluía como una delicia sobre el plato.
Los riñones de cordero en jugo, el quesillo y el k’allu de media mañana fueron configurando el futuro de Fernández en la gastronomía. No solamente era la sazón; siendo niño le conmovía ver cómo se transformaban los productos agrícolas de la granja de sus abuelos en exquisitos platillos, era como descubrir los secretos de la alquimia.
Su infancia transcurrió así, entre las escapadas vacacionales a Colcapirhua y el futbol en las calles de “Villa Balazos”. Pero el cambio de siglo trajo un vuelco a su vida.
A sus 12 años, con la alborada del nuevo siglo, su madre migró a España y la segunda transformación llegó a la vida de Fernández. “Tuve que ir a vivir a la casa de mi padre, con quien no mantenía una buena relación, era como vivir con un extraño. Para mí era muy incómodo pedirle dinero para cualquier necesidad, por pequeña que fuera, así que comencé a buscar trabajo”, recuerda.
Fernández tuvo que buscar la forma de ganar algo de dinero. La oportunidad se le presentó con un amigo que ya había incursionado en el mundo de la gastronomía: lo invitó a trabajar ayudando en la cocina de Il Falco, un restaurante famoso en La Paz por su buena cocina italiana.
La idea no le gustó a su padre y el dueño del restaurante tuvo que intervenir en favor del incipiente cocinero, quien tuvo que comprometerse a no descuidar el colegio por su trabajo en Il Falco. La fórmula funcionó. Miguel siguió sus estudios y su destreza en la cocina lo convirtió, en menos de un año, en maestro pizzero del restaurante. Tenía 16 años.
Europa de película
Esta vocación por la conversión de la materia le llevó a pensar en algún momento en estudiar Ingeniería Química, pero su amor por la sazón fue más grande e ingresó a la Escuela Hotelera para cursar la Carrera de Cocina. Allí destacó y ganó una beca para estudiar tres meses con el galardonadísimo cocinero vasco Juan Mari Arzak, en el centenario restaurante familiar de San Sebastián. Pasaron los tres meses y fue contratado.
Llegó el mes de septiembre, el momento más importante del año para esta ciudad vasca que es anfitriona de uno de los festivales cinematográficos más importantes del mundo. Durante el Festival de San Sebastián tuvo la oportunidad de cocinar para gente como Leonardo Di Caprio, Silvester Stallone y durante un tiempo atendió las necesidades alimentarias de todo el elenco de la serie televisiva “Game of Thrones”.
Regreso a las raíces
Pero Fernández sintió una nostalgia que le impulsó a volver a Bolivia. En su última transformación volvió para reinventar los sabores de su infancia en su propio establecimiento, Mi Chola, un restaurante/laboratorio donde reivindica la comida criolla boliviana y la imagen de la mujer de pollera.
“Vi la oportunidad de mostrar el patrimonio alimentario de la gente, jugar con los sabores sin salirme de la esencia de cada plato, pero mostrar nuestra cultura y nuestra esencia. Por eso bauticé a mi restaurante como Mi Chola, para mostrar mi cultura, mi esencia, mi gastronomía, mi gente”, declara.
Miguel se ha propuesto rescatar la cultura culinaria del país. Uno de los proyectos que por el momento está desarrollando, junto a estudiantes de cocina, es el de la comida insectaria. Sus pupilos reciben además una receta de vida: sentirse orgullosos por lo que pueden llegar a ser.
“Mi cocina es muy experimental, es como un juego. Hago experimentos como hacer un chicharrón de tuntas, esferificaciones como el caviar de caya o papas cocidas en phasa (carbonato de calcio), una tierra comestible”, cuenta el chef entusiasmado.
El trabajo de Fernández se combina ahora con sus estudios de ingeniería química. Está convencido de que ambas disciplinas son complementarias, ambas juegan con la transmutación de la materia. Pero el cambio que ahora busca el chef es que la gente aprenda a sentirse orgullosa, no sólo de su origen, sino también de lo que puede llegar a ser.