Divorcio judicial
El tema ha adquirido ribetes de escándalo. Lo que pareció una broma de mal gusto –elección de autoridades judiciales por voto popular-- se fue transformando en una constante de la cual no existe medición que dé cuenta del verdadero nivel de descrédito en este momento. Señal clara de una ausencia absoluta de respeto por la institucionalidad de la justicia, aquella que manda como única servidumbre, su acatamiento y obediencia. No la hay, claro que no.
Lo dramático es que se ha gestado desde entonces --elección de autoridades del Órgano Judicial– un quebrantamiento con la sociedad civil en términos de legitimidad, credibilidad, transparencia e idoneidad que ha colocado a la justicia en una postura casi terminal. No es retórica y así debe ser vista. El ciudadano entiende que una sociedad estructurada con valores y códigos axiológicos mínimos y básicos, no puede funcionar adecuadamente si ciertos pilares han sido trastocados por la acción del hombre y por intereses políticos al punto de haber casi desaparecido el concepto de independencia. Es ésta la que trae aparejada una serie de premisas que sirven para construir modelos de desarrollo y perfeccionamiento judicial que en teoría deberían ser implementados constantemente en beneficio colectivo y en provecho del Estado como tal. Nada de ello existe porque la crisis ha llegado a un nivel de descontrol que el camino está allanado para que verdaderos “libre pensadores” hagan mella de principios rectores que hacen de la justicia un derecho innegociable.
Por tanto, no existe manera que permita a un Estado evolucionar en términos de fortalecer el sistema de gobierno que adopta (léase democrático), si acaso la justicia como regla de conducta, no termina por asentarse como referente de estabilidad y sosiego. Por lo anotado, han sido éstas entre otras tantas causas, las que han dado curso a un cúmulo de foros, simposios y cumbres a fin de encontrar los remedios que permitan paliar semejante descrédito. Los más pesimistas dicen que poco o nada se hará mientras la justicia siga cooptada al poder político. Los otros --entre los que me incluyo-- señalan que los esfuerzos que se llevan a cabo no deben claudicar en la lógica de pelear por una justicia proba, imparcial y oportuna, donde el derecho como ciencia, la sana crítica racional, su aplicabilidad y el respeto por la preeminencia de principios y garantías constitucionales, encuentren el sitial que corresponde en una sociedad que clama por una verdadera justicia.
Lamentablemente, duele decirlo, la realidad contrasta con el fin superior que promueve la búsqueda de una autentica paz social, alcanzable únicamente con justicia y legalidad. No perdamos de vista que el divorcio existente está acompañado por un descontrol que ha hecho que la desconfianza alcance un techo que marca el peligroso camino y sin retorno, de la desinstitucionalidad, el no importismo, la barbarie jurídica y la impunidad.
Es este el momento –probablemente más adelante ya no lo sea– para repensar el modelo de justicia que deseamos y la forma cómo ésta debe ser conducida por tribunales cuyos integrantes están siendo presa de un hastío generalizado y donde buenos y malos, pecan en conjunto. Las alarmas han sido disparadas. La alerta roja también. El tema ya no puede ser mimetizado al punto de tratar de soslayarlo como algo pasajero. El problema social ya no pasa únicamente por las confrontaciones propias de sociedades en constante movimiento, sino por un descontento con un modelo de administración de justicia, y eso es grave y peligroso.
El autor es abogado.
Columnas de CAYO SALINAS