Corrupción: el incurable mal de las democracias
Desde sus inicios la democracia, como forma de gobierno de las sociedades modernas y contemporáneas, ha resistido un sin número de problemas, que a su vez impulsaron su evolución, en ese difícil camino de consolidarse como el mejor sistema de gobierno para garantizar, no sólo el derecho al voto, sino la mejor, la más amplia y efectiva participación en el proceso de decisiones colectivas.
La democracia en ese camino tuvo y tiene que sopesar un conjunto de problemas, en sumo grado complejos, en algunos casos, incluso de resolución imposible. Robert Michels, ya en 1914, sentenciaba en su célebre “ley de hierro de la oligarquía”, que “tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría”, haciendo referencia a la perenne dominación de grupos minoritarios con prerrogativas y facultades superiores, elegidos con el voto popular. A esos grupos minoritarios en el poder, los denominó “oligarquía”. Siguiendo su sentencia, las democracias, por mejor que sean éstas, jamás se liberarían de estos grupos, quienes, además, en una tendencia natural, buscarán siempre perpetuarse en el poder.
Luego, sobre los problemas no resueltos de la democracia, Norberto Bobbio, en su clásica obra “El futuro de la democracia” (1986) nos habla sobre seis falsas promesas y tres grandes obstáculos de la democracia. Entre las seis falsas promesas sobresalen, en tanto problemas no resueltos, la preeminencia de los intereses personales, en la formulación y decisiones colectivas, sobre el interés general y, la inevitable presencia de las oligarquías. Sobre la superación de estos dos grandes problemas, Bobbio, dejaba entrever un marcado pesimismo.
Otro gran politólogo norteamericano, Samuel Huntington, proclamaba que el aumento de las libertades, natural en las democracias, genera, de forma incremental, enormes dificultades a la ya compleja administración de la democracia. Argumentaba esa idea señalando que las libertades democráticas inducirían siempre a un aumento permanente de las demandas —de todo tipo— de la sociedad civil frente al Estado, ocasionando, en el tiempo, una descomunal desproporción: las demandas crecen geométricamente, mientras que la capacidad del Estado de atender esas demandas crece sólo aritméticamente. Por ello, Huntington, buscando el equilibrio de las demandas y la capacidad del Estado, sugirió, en una postura conservadora, reducir la democracia; es decir, disminuir drásticamente las libertades democráticas. Para él no había otra salida, pues el exceso de demandas forja la inestabilidad política, propiciando luego el colapso de la democracia. Algo parecido, dicho sea de paso, sugirió el vicepresidente, en su última visita a España (La Razón, 31/07/2017), que para ganar estabilidad se debe centralizar la toma de decisiones y “desdemocratizar”; en otras palabras, reducir la democracia.
Ahora bien, más allá de estos males, como vimos, insuperables; hay una enfermedad que acecha hoy intensamente a las democracias, de modo más agudo que en el pasado, también incurable: la corrupción en todas sus formas, en las que incurren intensamente, sin excepción, todas las elites gobernantes. Está presente en todos los Gobiernos, de izquierda o de derecha. Irónicamente, empero con más notoriedad en aquellos Gobiernos que se dicen de izquierda. La ilustración perfecta de este corrosivo proceso, la encontramos hoy en los regímenes del denominado socialismo del siglo XXI.
Por sus devastadores efectos, la corrupción ha puesto en jaque a la democracia; se extiende y se intensifica indefinidamente. De ahí que surge la pregunta crucial ¿cómo podemos preservar a la democracia de los excesos de corrupción?
Hay, ciertamente, un conjunto de iniciativas. Se habla de una nueva arquitectura político-institucional para impulsar la transparencia y el buen gobierno, con la aspiración optimista de que en un futuro la corrupción sea un problema del pasado. Empero, comparto aquí mi profundo pésimo. Mientras las elites gobernantes no cambien radicalmente su vocación cleptocrática, ese futuro es muy lejano, cuando no imposible. Siguiendo a Michels, podemos plantear entonces la “ley de hierro de la corrupción”, para señalar metafóricamente, que la corrupción, para desgracia de las democracias, nunca desaparecerá. Qué difícil convivencia.
El autor es profesor de la carrera de Ciencia Política de la Universidad Mayor de San Simón
Columnas de ROLANDO TELLERÍA A.