El niño, el médico y la justicia boliviana
Bolivia tiene algunos de los niveles de calidad de vida más bajos de la región. La mortandad infantil es siete veces mayor que en Chile y el doble que en Perú. En efecto, de cada 1.000 niños que nacen vivos, 35 mueren durante su primer año de vida. Por supuesto, que esto sucede ante todo con los niños más pobres, que reciben a veces la peor alimentación, menor atención médica y menor cuidado.
Aunque los niños abandonados, cobijados en instituciones del Estado posiblemente no se cuenten entre los desfavorecidos en extremo, sí están con seguridad dentro de la población más vulnerable.
Vayamos por pasos. Un niño abandonado no recibe la leche materna que, se sabe, es el mejor alimento para un bebé y el que más inmunidades le garantiza. Obviamente, potencialmente, un niño no abandonado es cuidado por una madre y un entorno familiar, que se ocupa de él con especial cuidado, convirtiéndose, en foco de gran atención o de total abnegación. Un niño institucionalizado, aún cuidado de muy buena manera, termina siendo atendido con menor dedicación. A veces hay muy poco personal y es usual que una persona esté a cargo de siete o más niños.
Un detalle muy común, tanto en bebés, como en ancianos es la deshidratación. Una pequeña infección intestinal puede causar estragos y ahí comienza la bola de nieve: un niño deshidratado y débil puede tener otras complicaciones médicas, incluyendo, curiosamente, una digestión difícil debido a la falta de suficiente agua; heces endurecidas que pueden causar daño en el esfínter anal de un niño, que puede llegar a inflamarse o infectarse, algo que sucede con muchos niños. El daño puede llegar a revertirse con un cuidado extremo, tanto de la higiene como de la alimentación. Algo que es posible que no pueda darse en una institución del débil Estado boliviano.
El bebé con un desgarre anal infectado tiende inconscientemente a evitar deposiciones dolorosas y esto puede llevarle a otro tipo de infecciones internas.
Lo arriba mencionado, lo he consultado con un proctólogo, que tuvo la amabilidad de orientarme sobre estos detalles. Lo hice a partir de la preocupación que me causó la triste historia del niño Alexander.
Lo que vale preguntarse es por qué algo que parece hacer sentido en todas sus fases, tanto desde una visión macro, como desde una individual, hubiese sido llevado a la surreal y espantosa suposición de que el bebé hubiera sido violado. ¿Por qué partir de la premisa más improbable y espantosa y tratar a toda costa de sustentarla?
La condena a 20 años de presidio al médico, que atendía a los niños del hogar donde estaba acogido Alexander, tiene por el otro lado una serie de características que sólo nos pueden poner en alerta. Sabemos de la poca idoneidad de fiscales y jueces del sistema y en este caso las irregularidades, las presunciones absurdas (como el aducir que el acusado era un potencial pedófilo por el hecho de ser soltero), el hermetismo como fue llevado el caso –no habiendo ningún motivo para el mismo, porque no se protegió ni la identidad, ni derecho alguno del imputado– nos hace suponer que estamos ante una injusticia fenomenal.
Es difícil imaginar un estigma más terrible que el de “violador de un bebé” y, por lo tanto, es posible que la semana pasada se haya consumado en nuestro país una injusticia más grande que el mar.
Esta es una historia atroz, más allá del trágico destino de un pobre bebé boliviano (y de su madre que languidece en la cárcel de Obrajes), también lo es el del médico, que ha sido profundamente maltratado por la sociedad. Culpables somos todos los que pudiendo hacer algo más no lo hicimos y, por supuesto, también las instituciones llamadas a defender los derechos de los ciudadanos. Eso sí, aún estamos a tiempo para que se hagan las cosas adecuadamente.
El autor es operador de turismo.
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