Una minoría necesaria
Hay una tradición intelectual que, según parece, pese a ser siempre minoritaria, se agota. Durante largo tiempo, en distintas circunstancias, contó con representantes que fueron combatidos, aunque también –cuando había sensatez– admirados.
Figuras como Giordano Bruno, Diderot y, entre otros, Bertrand Russell son algunos de sus principales exponentes. Me refiero a quienes apostaban por la razón cuando llegaba el momento de considerar nuestra realidad. Rechazaban su sometimiento a los dictados de cualquier grupo, institución, religión o ideología. Por encima de todo, interesaba la reflexión propia, pero no una caprichosa, sino un auténtico ejercicio del razonamiento, que procuraba ser autónomo y verdadero. Eran ellos, con su mente, observaciones e incesantes preguntas, los que asumían esa carga de buscar la luz para, así sea momentáneamente, iluminar los caminos del semejante.
El librepensamiento es una rareza, cada vez más aguda, porque demanda que se abandonen las comodidades proporcionadas por los dogmatismos. Para muchas personas, lo mejor es tener un repertorio de creencias invariables. Son respuestas que nos quitan el peso de razonar ante diferentes cuestiones. Es un ambiente confortable, conviene resaltarlo, el que se forma gracias a esas órdenes, prohibiciones y permisos establecidos para nuestra comprensión del mundo.
Estando todo aclarado, no cabe ninguna modificación. Las grandes preguntas serán respondidas merced a catecismos de diversa índole. Además, para intentar su conservación, tenemos organizaciones que se ocuparán de identificar fieles, herejes, apóstatas, al igual que –en el peor caso– blasfemos.
La política es un campo en donde esa libertad de pensamiento resulta perturbada, considerándola como un fenómeno que no es tan grato. Está claro que, dentro de un partido, para innumerables mortales, lo fundamental debe ser una sustancial sumisión a las directrices. Esto es tan criticable cuanto harto conocido. Hoy, sin embargo, mi cuestionamiento tiene que ver con lo teórico, doctrinario, ideológico.
Es que, cuando alguien habla en favor del socialismo o del liberalismo, por ejemplo, pueden irrumpir quienes se creen los auténticos sacerdotes en esos temas. De manera que, con rapidez y contundencia, se deplorará cualquier interpretación contraria a su perspectiva del asunto. Se acusará entonces a los disidentes de ser partidarios del adversario, traidores, infiltrados que buscan el fracaso del proyecto.
La hoguera preparada para los librepensadores puede prenderse cuando se lanzan críticas a quienes deben ser presentados como ídolos de barro. Poner en cuestión sus méritos, dudando del valor de acciones o siendo escéptico ante los prodigios que se les atribuyen, puede provocar mayor irritación que los ataques a ideas. La creencia en los grandes hombres no admite el deslizamiento de observaciones que socaven sus méritos. No importa que los hechos desnuden sus miserias; deberíamos limitarnos a pensar en las cualidades más elevadas, pues nadie tendría el derecho de mancillarlos con el arte del cuestionamiento.
Lo peor se presenta cuando alguien nos muestra a un héroe de la democracia, una persona que –supuestamente– ofreció hasta su vida para liberarnos; conforme a esta óptica, deberíamos obviar cualesquier imperfecciones. Por prudencia o temor, algunos individuos seguirán ese destino de forzado silencio.
Abrigo la ilusión de que, pese a todo, contemos todavía con quien prefiera un pensamiento incómodo, minoritario, pero siempre necesario.
El autor es escritor, filósofo y abogado, caidodeltiempo@hotmail.com
Columnas de ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA