2020: con pena y sin gloria
Un optimista es aquel al que no le han contado toda la historia, decía el escritor colombiano Álvaro Mutis, con razón, en Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, obra emblemática y de gran contenido humano que muestra los caminos de la libertad, la aventura y de esa persistente forma de solazarse que tienen los humanos, buscando la esquiva y escurridiza felicidad.
Maqroll es un hombre de los mares, aventurero y soñador que ha conocido todos los puertos, ha visitado cada espacio desconocido y jamás se ha atado a un lugar por mucho tiempo. Este gaviero, que lleva el porte de un hombre culto y caprichoso, renuncia al pesimismo, a la ubicua forma de ver el futuro. Su futuro es incierto, acaso, por eso mismo, infunde certeza para ir tras sus sueños, tras sus utopías. La vida es una gran aventura que hay que conducirla por el camino incondicional. Vive la existencia recorriendo el mundo, cotejándola con las de otros, aprendiendo y haciendo amistad. Conociendo mujeres, inventando amores. Maqroll es un optimista al que no le han contado toda la historia, es un descubridor al que no le importan los riesgos de lo que hallará en su vida azarosa.
Pese a los peligros, aún tiene claro el horizonte misterioso para seguir conquistando lugares, tiempos, mujeres, vida y amigos.
La vida es una dualidad eterna, un todo que por capricho o predestinación siempre se partirá en dos: mitad luz, mitad oscuridad, vida y muerte, amor y odio.
Pero, ¿cómo saber qué parte nos tocará?
Somos seres bifurcados entre la esperanza y la desazón.
¿Acaso esté parafraseando las luces pesimistas de Schopenhauer?: “Toda vida es esencialmente sufrimiento”. Pero esto no tendría que dar lugar a la evocación total y voluntaria de una forma de vida fáustica.
No encuentro diferencia entre voluntad y pesimismo cuando estos están en posición de lucha, es decir, mientras exista voluntad habrá esperanza y, cuando haya pesimismo, la esperanza también será una finalidad.
Como cuando caemos en las reflexiones schopenhauerianas profundas y realistas, esas que ponían los pelos de punta a Friedrich Nietzsche: “La lucha por la vida no es por amor a ella sino por temor a la muerte que, sin embargo, nunca deja de avanzar. Cada uno de nuestros movimientos respiratorios evita la muerte, con la cual luchamos a cada instante, y lo mismo sucede al comer y al dormir. Pero la muerte ha de triunfar necesariamente, porque le pertenecemos por el hecho mismo de haber nacido y no hace, en último término, sino jugar con su víctima antes de devorarla”.
Esta reflexión me lleva a otra dualidad: felicidad y adversidad.
¿Qué es la felicidad? ¿Un grado sumo en el que la armonía espiritual del ser humano logra consolidar su finalidad? Para los cínicos, todo saber debía ser rechazado si no conducía a la felicidad. En consecuencia, la felicidad es un bien, pero también una finalidad, es pues una ética de bienes y finalidades. Desde Kant, es una “Ética material”.
Lo que Schopenhauer eludió, quizá a contrapelo, fue la voluntad del ser humano en cuanto querer. Esa misma que Nietzsche, aun en su cuestionada retórica, enarbolaba como voluntad de poder.
¿Pero, cómo enfrentar ese pesimismo schopenhaueriano? Quizá la respuesta esté en la forma de ver, de conocer y de interaccionar con la vida misma.
Nietzsche nos encamina por ese modo de sobrellevar los desaires de la existencia sin ser un decadente, un pesimista o anidar en nuestra esencia el “espíritu de la pesadez”. La pesadez es la que consume la luminosidad. Sin embargo, la voluntad hace del hombre un ser vigoroso que tiene que suspenderse en una cuerda de maromero, entre la luz impulsada por la voluntad y el abismo devorador del pesimismo. La primera, revitaliza la oscuridad que envuelve al hombre, la inseguridad y la duda, la segunda, es un tánatos determinante.
Similar a la película, El ángel exterminador, de Luis Buñuel, la humanidad, en este 2020 que ya muere, fue descubriendo su lado más oscuro y tétrico. Su encierro más devastador, donde se fue acumulando la ‘basura’, el caos y la indolencia.
Con la Covid-19 aún en nuestras espaldas, el ambiente es inexplicable e incierto. Ese encierro enigmático que se muestra en la película estrenada en 1962, es nuestra realidad surreal en 2020.
A horas de que este año aciago archive su rostro tétrico y atormentado que tanto dolor causó y aún causa a la humanidad, desde occidente a oriente, desde las ideologías diametralmente opuestas, impuestas: fundamentalistas, de izquierda y derecha que, descubrieron el rostro frío y grotesco de los dogmas, de la irracionalidad, la demagogia y la mentira, hasta el acto de fe tan sublime que arrastra al hombre hacia ese deseo de sobrevivir a la soledad y al escepticismo a través del amor, es necesario apostar una vez más a la esperanza y a la voluntad de poder, a ese desprendimiento de lo malo por lo bueno que, irremediablemente, nos hace seres falibles y creyentes en que lo mejor está por venir.
Este 2020 que marca con negro su trayectoria de muerte y de incertidumbre: con pena y sin gloria, tendrá que ser el impulso hacia una visión más humana de nuestra existencia. Menos eventual y transitoria, y más apegada a lo inocente, a lo básico, al principio de todo.
Como esos vientos marinos en los que se mueve Maqroll, aciagos, sí, pero, pese a ellos, continuar con la vida como si fuera una gran aventura, como en una nave al mando de cual buscamos un puerto, sin desprender las manos del timón.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.