El señor que nos corta el pelo
El cliente de años es un recién nacido absoluto en la peluquería: el cordón umbilical que le une a su peluquero de siempre no se corta hasta el último día de alguno de los dos. “Cerrado por duelo”. ¿Qué se supone que debe hacer alguien cuando muere su peluquero? No, no cometa la torpeza de responder “se busca otro y listo”. Es extraña la desolación por el peluquero ido, si nunca fue de la familia ni amigo, si no fue el típico “ser querido”.
Especialmente para los que aún no han sido persuadidos por la equidad del unisex, para esos chapados a la antigua debido tal vez al más dulce de los machismos: la herencia paterna de acudir invariablemente al mismo peluquero, el de esos varones tiene una importancia suprema. Aunque presiento que muchos ni siquiera lo han notado.
El mío, al menos conmigo, era de no decir una palabra y se murió hace poco llevándose a no sé dónde su silencio, su tez blanquísima y su sonrisa que le achinaba los ojos.
Me esperaba sin esperarme una vez al mes, con el televisor en algún partido o en una película; le sonreía incluso a ese aparato que lo acompañaba en mi ausencia tras la pesada puerta de vidrio de la calle Olañeta, justo frente al colegio Don Bosco. En ocasiones lo esperaba yo a él. Y en una de esas lo pesqué “conversando” con otro cliente, que hablaba lo suficiente como para que no se creyera que el suyo era un monólogo con el peluquero. “Don Hugo”, escuché que le decía el intruso, usando un tono que me pareció confianzudo para con alguien al que casi no había oído soltar palabra en toda su historia de trabajo conmigo.
El Zorro Yáñez me contó que “era un orgulloso chuquisaqueño, amante del Universitario y por tanto DT aficionado, como todo hincha. Aunque de joven fue basquetbolista”. Con su tamañito, pensé yo, tratando de recordar si sus pies no eran acaso como manillas de reloj que apuntaban uno a las diez de la noche y el otro a las dos de la tarde.
En estos tiempos de frivolidad, lamento comunicar que la mala fama de la indiscreción del peluquero no acompañó al mío. Entre dientes me ofrecía la Muy Interesante del mes y, en el desorden habitual de su mesa de revistas, no he visto nunca una de chismes. Tan único que ofrecía a nuestros niños la comodidad del viejo sillón hidráulico. Tan personal que los sillones con palanca para reclinar, en los que Don Hugo me cortaba el pelo sagradamente todos los meses, parece que antes fueron de los príncipes de La Glorieta.
Por Jaime, sobrino suyo al que tuve que acudir como por receta médica contra el amartelo, me enteré de que no estaba lejos de cumplir las siete décadas en el oficio. Los Solís, familia centenaria en el rubro, tenían la costumbre de iniciarse a los 11 o 12 años.
Eso que llaman confianza y que explica la lealtad, por qué uno no traiciona a su peluquero, él se lo ganaba a fuerza de buen corte y, sobre todo, al menos conmigo, con escrupuloso mutismo. Don Hugo, en cambio, sí nos abandonó a nosotros, sus clientes.
Era pulcro, a veces se empecinaba con un costado y no lo soltaba hasta equipararlo con el otro en milimétrica precisión. Lo odiaba un poco cuando me untaba el cabello con las manos después de rociarme con agua al final de cada corte, pero ahora que me retumban en la cabeza algunas frases de Jaime, su sobrino, lo añoro: “Antes, el hijo o el nieto abrazaba el oficio del abuelo. Zapateros, talabarteros, sastres, carpinteros… están desapareciendo”. ¿Y los peluqueros?, aguijoneo yo: “El corte clásico se va perdiendo, el estilismo ha invadido. Algunos ya no utilizan la tijera, se acabó el arte”. ¿El arte? Claro, la tijera, el peine y la navaja (que “no lastima como la Gillette”), los cortes de antes…
Disculpen la primera persona: yo creo que es de cobardes no llorar a un buen muerto. Y no tengo cabeza para nadie que no sea mi peluquero.
El autor es periodista y escritor.
Columnas de ÓSCAR DIAZ ARNAU