Defender a la democracia (II)
No es casualidad que los principales teóricos de la democracia antiparlamentaria, Carl Schmitt por el lado fascista, Vladimir Ilich Lenin por el lado comunista, suprimieran los límites que separan a una democracia de una dictadura. Para Schmitt (La dictadura) la dictadura del caudillo ungido directamente por la voluntad popular. Para Lenin (El Estado y la revolución), la dictadura del partido en representación del proletariado. Líder y partido pasaron así a convertirse en entidades terrenales divinizadas, situadas, ambas, por encima las instituciones de cada país.
Esas instituciones son las siguientes: 1. El Parlamento que debía ser sustituido por la “democracia de base” .2. El poder Judicial, convertido en fiscalía al servicio del Ejecutivo. 3. El poder medial y sus periódicos y redes. 4. El poder electoral, donde sería reemplazado el sufragio universal por el voto corporativo (como hoy en Cuba) 5. El Ejército, como brazo armado del Ejecutivo.
Estudiando los fenómenos populistas del presente, Yascha Mounk, en un importante libro (El pueblo contra la democracia), llama la atención sobre un hecho objetivo. Una representación directa del pueblo, en nombre de la democracia, puede llevar a la destrucción de la democracia. La conclusión de Mounk puede ser para algunos lectores, escandalosa: “En determinadas ocasiones hay que proteger a la democracia del pueblo”. Mounk vio confirmada su tesis, y con creces, en el asalto al Capitolio de EEUU perpetrado por las turbas trumpistas. De un modo menos espectacular, el asalto a las instituciones ha comenzado a tener lugar en diversos países europeos desde el propio Ejecutivo. Ya sea en la Polonia de Kasinsky, en la Hungría de Orban, en la Turquía de Erdogan, el antagonismo entre el Ejecutivo y el Parlamento tiende a resolverse a favor del primero. Después viene la apropiación estatal de la justicia, de los medios de comunicación, de los tribunales electorales y del Ejército.
Quien primero sentó las bases de “la nueva democracia” fue el húngaro Viktor Orban al formular las premisas ideológicas para una democracia no liberal (o iliberal) Pero no nos engañemos. El principal objetivo de estos gobiernos no es cuestionar al liberalismo político y mucho menos al económico, sino a la democracia constitucional e institucional que todavía prima en Occidente. Aunque han sido continuamente calificadas como gobiernos de ultraderecha (Anne Applebaum), las nuevas autocracias actúan de acuerdo a un principio leninista y fascista a la vez, y es el siguiente: Por sobre el gobierno y el Estado, por sobre todas las instituciones y, sobre todo, por sobre el Parlamento debe primar la voluntad del pueblo.
Pero como el pueblo no puede representarse por sí mismo, el líder o la organización deben convertirse en su encarnación. A la vez, y en este punto las nuevas autocracias se alejan un tanto del leninismo y del fascismo clásico para acercarse a la tradición del franquismo español: el líder representará en el Estado, la unión sacra entre la nación, el pueblo y Dios.
No extraña entonces que en todos los países mencionados —agregando la Rusia cristiana ortodoxa de Vladimir Putin— han sido revitalizados los fundamentos del Estado confesional de origen medieval. Ahí reside también la diferencia entre las autocracias europeas y las latinoamericanas. Para estas últimas, el poder no viene de Dios sino de un líder totémico endiosado. En Cuba, Fidel. En Venezuela, Chávez. Y en Bolivia, sin haber muerto todavía, Evo. Solo el despreciable Ortega de Nicaragua carece de carisma patriarcal.
¿Cómo proteger a una democracia?
Cuando los fulanos nombrados anuncian sustituir la democracia liberal por una no liberal, o antiliberal, da la impresión de que su camino será fácil, entre otras cosas porque el liberalismo, justamente por ser liberalismo, carece de mecanismos de defensa para contrarrestar a sus enemigos.
El liberalismo político parte de un presupuesto nunca comprobado: el que afirma que todo individuo está dotado de mecanismos que lo llevarán tarde o temprano a distinguir entre lo racional y lo irracional. La voluntad general, como suma y síntesis de individuos racionales, terminará, de acuerdo al credo liberal, imponiéndose. A ese optimista argumento solo podemos oponer uno pesimista: la voluntad general no surge de la suma de diversos individuos sino de una entidad singular (la masa) que absorbe a las individualidades (así lo vio Sigmund Freud en su Psicología de las masas). De ahí que la tesis de Mounk: “Hay que proteger a las democracias del pueblo”, adquiere, de acuerdo a nuestra visión pesimista, cierto sentido.
Y sí es así, ¿cómo proteger a una democracia?, sería la pregunta obvia. La democracia —es nuestra respuesta— no existiría sin las instituciones sobre las cuales reposa. De tal manera que lo que hemos de defender, quienes adherimos al ideal democrático de vida, no es a principios liberales abstractos, sino a instituciones muy concretas: el Parlamento y sus partidos, el poder Judicial y sus jueces, el poder electoral y sus tribunales, el Ejército y sus armas y, no por último, la Constitución y sus leyes.
Dicho en tono de síntesis: la contradicción de nuestro tiempo no es como quieren hacernos creer jerarcas como Orban, Putin o Erdogan, la que se da entre un liberalismo ateo y un antiliberalismo religioso. Mucho menos entre una revolución y una contrarrevolución, como afirman Maduro, Ortega y Díaz Canel. Ni siquiera se trata de una contradicción teórica. La contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que aparece entre una democracia institucional y otra sometida a la autoridad de un pueblo abstracto que solo puede expresarse como pueblo a través de caudillos, autócratas y dictadores.
“La lucha entre la democracia y la autocracia están en un momento de inflexión”, afirmó Joe Biden en febrero de 2021. Es cierto. Pero las amenazas a la democracia —y él debe saberlo mejor que nadie— vienen no solo desde fuera sino, sobre todo, desde dentro de las democracias. No se trata solo de un problema geopolítico que pueda resolverse en “cumbres”, como ya intentó Biden. La lucha está teniendo lugar al interior de cada nación. Allí, y no en los espacios galácticos de la política global, es donde debemos tomar posiciones.
El autor es filósofo, polisfmires.blogspot.com
Columnas de FERNANDO MIRES