Tienes que leer a Claudia Ulloa Donoso, Irina

Cultura
Publicado el 03/08/2024 a las 11h09
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Escribo este texto en la ciudad en donde nací. Miento. No puedo escribir porque no me dejan: a mi lado está el único ser vivo que podía animarme a regresar a este lugar. Me habla en su idioma y tengo que trasladar la concentración puesta en lo que escribo, hacia lo que oigo. Tengo que ceder y dejar de decir, para escuchar. Con su lengua, interrumpe el torbellino de palabras, que en castellano, se entierran en las cisuras que esconde mi cráneo. Las palabras, en varias lenguas, son como roedores aleteando en mi cabeza; y su voz es la única capaz de apaciguarlos. 

Ella sabe distraerme de forma dulce, con su vocabulario de niña de seis años, que, calculo, es el que yo hablo. O mejor dicho, el que estimo que hablo porque a pesar de vivir años en ese país, todavía siento que mis palabras suenan fracturadas, lisiadas, rotas: impostoras. Mi nivel de conversación no corresponde a mi edad: después de nueve años ahí, todavía no hablo como desearía, no alcanzo a expresarme como en otros idiomas. T y ella me dicen que exagero y que soy demasiado kibishii conmigo misma. Quizás sea verdad. Cuando sienta que al fin soy capaz de hablar como una niña de nueve años, voy a solicitar mi naturalización, pero hasta entonces, la lengua es el problema de cada día: el límite que me separa de los otros.

No puedo escribir porque ella desliza sus pies por mi pantalla: me lo he buscado yo. Dejé la mesa para sentarme a su lado y ver si así, en algún idioma, las palabras empiezan a deslizarse, como una mucosa cristalina, desde mis dedos hasta la pantalla. Dekinakute, dekinakute, yappari dekinai: soy un cuenco vacío.

Sigo sentada al lado de su cuerpo pequeño y tibio, me mira con sus ojos de manga japonés y me sonríe. Le digo, en castellano, que voy a ponerme cómoda a su lado porque a veces no puedo escribir sentada frente a una mesa, a veces me pasa que no puedo escribir donde se supone que sé escribir y esta es una de esas veces. Ella me dice: “¿Si no estás cerca de mí no puedes?” Le respondo que es así. No lo había pensado, pero es así. Necesito a esos ojos mirándome, su voz hablando cosas que no siempre entiendo, necesito todo lo que ella tiene y yo no, eso en lo que soy analfabeta, para que las palabras que vuelan como murciélagos en mi cabeza empiecen a aferrarse a la pantalla en blanco. 

Hay algo en los niños y en los animales. Hay algo en ellos que se distancia de lo humano, de lo que yo entiendo como humano, algo que sabe escapar del control de la mente y que me acerca a la escritura. Hay algo en ella que me obliga a vivir. Nada como cuidar de un gato, un perro o una niña para resignarte a estar viva. Creo que algo de eso hay en el perro que murió en Rumanía. En ese libro que habla de oscuridad y de luces que titilan débilmente en una ciudad que no conozco, aunque sienta que sí. De depresiones que llegan a ser profundidades vacías, de huecos vaciados de palabras, como esa grieta de la que habla Julia Magistratti en mi poema favorito, que dice: “Hay agujeros en las personas, sitios inhóspitos en los que no habitaría ni un pájaro. Lugares sin abrigo donde acude el lenguaje con su instante de fuga, su residuo desesperado”.

La primera vez que escuché el nombre de la autora de “Yo maté a un perro en Rumanía” fue dentro un amanecer rojo reflejado en mi pantalla. Hace dos años decidí que iba empezar a escribir y comencé a leer, en castellano, de nuevo: me anoté en algunos talleres de lectura en línea. Al principio solo escuchaba y fingía que la conexión no funcionaba cuando alguien me llamaba por el nombre. Ya no pude escapar más cuando me anoté, primero a un taller, y luego a un diplomado de escritura creativa. En el primer módulo, escribí un texto muy malo en el que unas plantas hablan sobre el encuentro de una profesora de español, que vive en Tokio, 

con un escarabajo que golpea a su puerta. A mi profesora le gustó el texto y me regaló una referencia: “Tienes que leer a Claudia Ulloa Donoso, Irina. Ella es una escritora peruana que vive en Noruega. Vive muy lejos de donde nació, como tú. Y en sus textos habla sobre la distancia entre los noruegos y los latinoamericanos, como tú, con los japoneses. Busca el libro “Pajarito”, seguro que te va a gustar”.

Anoté el título en un post-it, pero fue en vano. En Japón es difícil conseguir libros en castellano, especialmente si fueron escritos por mujeres latinoamericanas jóvenes: da lo mismo el idioma. Ni las bibliotecas municipales ni las universitarias ofrecen más que un par de títulos. Tampoco las especializadas en literatura hispana. La literatura en español en Japón es, casi siempre, la que han escrito españoles y algunas veces, hombres latinoamericanos. Planeé conseguir el libro descargándolo de alguna forma ilegal, pero me desanimé porque T me ha pedido que no haga esas cosas acá (quiero decir allá). “¿Quieres? Compro”, me dice siempre que miro algo demasiado tiempo en un depaato o en una pantalla. Le dije que no. Supongo que me venció el miedo de encontrar a alguien que me haga ver en el pozo que toda extranjera tiene dentro de sí misma: el terror a la memoria de las sensaciones, que al final es una sola y en ella todas somos una misma. Cuando eres sudamericana en un país del que se sabe poco o nada del lugar en el que naciste, la rabia y la incomodidad suelen ser las mismas. Sentimos en colmena, vibramos al mismo ritmo. Pero eso no se lo dije, lo que le dije fue que no me lo compre, porque me lo iba a comprar yo, el día que viaje a un país donde el costo del envío no supere al del libro. 

La segunda vez que me crucé con su nombre fue en el Instagram de Gabriela Wiener, una de las escritoras peruanas a las que más he seguido durante los últimos años. Ella recomendó “Yo maté a un perro en Rumanía”, de Claudia Ulloa Donoso. Busqué información sobre el libro, porque es lo que hago cuando estoy en el tren y suelo estar en el tren, con extraños, más horas de las que paso despierta con T. En una entrevista, a la pregunta “¿De qué trata la novela?”, la autora responde que trata del “viaje de una mujer latinoamericana a Rumanía... rodeada por una lengua que desconoce en un país que no entiende, la joven maestra de idiomas buscará la forma de asirse a este mundo. En medio de tanta oscuridad encuentra un ladrido quebradizo”.

La trama es familar. Quiero decir: me ha pasado, me pasa. También eso de la obsesión de la autora por las palabras, por las lenguas. Leer el libro, en ese momento, se parecía a mirar al fondo de mi pozo, y encontrarme con algo que quizás no fuese muy agradable. Me dije que no podía leerlo porque primero, había que conseguirlo; segundo, tenía mucho trabajo: clases de español nivel A1 y A2 a ciento treinta estudiantes japoneses. Me había propuesto aprender todos sus nombres esa semana. Hiroaki, Mizuki, Taiyo, Akari, Shuta, Sora, Sota, Naoki... Además tenía reuniones en el kinder, acababa de comprar un libro para aprender francés y estaba intentando recordar el quechua que aprendí en la secundaria.

Las tres palabras: Claudia-Ulloa-Donoso se me metieron en la cabeza de nuevo cuando una amiga me preguntó, hace quince días, si quería comentar un libro durante mi visita a Bolivia, después de once años de no montarme los cuatro vuelos que, en 48 horas, me traen a este país. El libro es “Yo maté a un perro en Rumanía”. Diré que el libro se hizo su camino hasta mí.

Comencé a leerlo en el verano de Tokio, un día antes del inicio del viaje de regreso a Bolivia y lo terminé en las madrugadas invernales de Cochabamba. En el vértigo de saberme equidistante entre mis mundos. Desde chica, siempre quise ser extranjera, y esta tarde/madrugada confirmo que soy extranjera en cualquier lugar del mapa. Ninguna lengua es clara y nadie se entiende del todo. Esto es, quizás, lo mejor que pudo haberme pasado, pienso, mientras tomo notas de mis citas favoritas, en voces escritas por una autora brillante.

 

Nota 1

“Si los humanos intentan desesperadamente pronunciar palabras en su agonía es porque, más que miedo a morir, tienen terror a ser olvidados y a la vez olvidan que serán recordados por sus acciones, sobretodo por aquellas enfermedades anteriores a la enfermedad o al acabamiento, y no tanto por el discurso de la agonía”

¿En qué lengua serán mis últimas palabras? ¿Es algo importante pensar en esto? Kim Aeran escribió un cuento sobre la agonía de una lengua a punto de extinguirse. Qué dice una lengua cuando sabe que su último hablante va a morir. Mis padres extinguieron el quechua y el mapudungún. Nunca supe cuáles fueron sus últimas palabras ni en qué lengua soñaban.

 

Nota 2

“El abandono no entiende de intenciones o motivos; solo duele y enfurece. Si nos abandonan, ya sea en medio del amor o del desamor, siempre resultará en lo destructivo. Da lo mismo dejar una casa nueva o en ruinas, lo doloroso siempre será el hecho de que no nos habite nadie”.

Quizás la clave para entender a los otros no está en las palabras sino en imaginar al niño o la niña que fue, ese es otro tipo de lengua. Dicen que somos el resultado de lo que ocurrió en nuestros primeros cinco años de vida. Quizás lo que hay que hacer para entender a los otros es hurgar en su jauría y leer a sus padres. La lengua sobra, porque como escribió Margarita García Robayo en una novela: “Los padres son el hueco en el que uno pega el ojo para espiar a la infancia”.

 

Nota 3

“Asumí esa pérdida de mis palabras como si perder el lenguaje se tratara de perder peso. No alarma que la ropa nos quede más holgada de la noche a la mañana. Lo mismo me sucedió al descubrir la súbita imposibilidad de articular discurso. Una holgura y liviandad extraña. Quizás el lenguaje me ajustaba, me pesaba. Podía pensar, entender, reír, mover brazos y piernas, abrir y cerrar ojos, dormir y controlar mis esfínteres”.

Ser latinoamericana y enseñar español en el extranjero suena como algo lógico, pero no siempre lo es. En muchos lugares, se prefiere a los españoles. Un colega me preguntó si como a él, a mí también me habían obligado a hablar español ibérico en mi fuente de trabajo. Le dije que no. Recordé a mis padres, que usaron sus lenguas como el lenguaje secreto de los adultos que prohibieron a los niños en casa. Una lengua y una religión, así se intentó inventar a Latinoamérica y así se inventó mi familia. Como escribió Ximena Santaolalla dando voz a los mayas: “Al principio lo que más me costó fue eso del español. Todo el tiempo. Prohibido hablar lengua, azote a quien no use español”.

 

Nota 4

“Hace un par de semanas no hubiera podido imaginarme ni a mí mismo aquí, y no porque me quisiera olvidar de mi tierra, porque está bien que no me gusten muchas cosas de aquí, pero nunca voy a negar mis orígenes, y que quede claro que yo no soy como otros rumanos, como esos que desde el aeropuerto ya se olvidan que son rumanos, hay tantos; pero no, no es eso, no es que no quiera ser rumano, pero a ratos siento que no estoy aquí, o sea, que no estoy aquí, pero no que no soy de aquí... lo que siento es como estar fuera de este lugar y al mismo tiempo aquí, como en las películas”.

Cuando llegué a Bolivia le escribí a T diciéndole que hace doce años, las calles de Cochabamba eran como mi película. Yo, protagonista en todos sus escenarios: yo caminando por el mercado de la 25 de mayo, yo en el correo, yo tomando refresco de mocochinchi, yo desayunando api con pastel en la puerta de ingreso a San Simón. Ahora, con este cuerpo tibio descansando a mi lado, Bolivia es algo que sucede detrás de la ventana de un departamento, detrás del cristal de un coche. Incluso cuando estoy fuera de ellos, es lo que sucede detrás de mis lentes de graduación para miopía. Ya no sé ver bien las cosas aquí si no es detrás de un cristal: acá, soy una espectadora.

 

Pocas escritoras, pocos escritores pueden escribir de forma tan brillante la memoria sensorial de una mujer extranjera, sin crear caricaturas ni moralejas. Claudia Ulloa Donoso me ha acompañado en este regreso al origen. Me ha hecho escribir de nuevo, después de un año de excusas. Me ha recordado el poder de la ausencia de una lengua. Escuchar más, hablar menos. Oír más a lo no humano, a lo que sabe existir sin nosotros.

 

Irina Soto

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