TODOS TENEMOS UNA CIDA REAL QUE NO ES INSTAGRAMEABLE
La vida real es desordenada, imperfecta y, a menudo, está lejos del ideal que proyectamos en las redes sociales. Sin embargo, es la única vida genuina que tenemos. En la era de Instagram y otras plataformas digitales, hemos llegado a creer que solo lo que se puede mostrar al mundo vale la pena. Los momentos felices, los logros y los paisajes espectaculares reciben “me gusta” y comentarios, mientras que lo cotidiano, lo común e incluso lo doloroso, queda fuera de la lente. Sin embargo, es precisamente en esos momentos ocultos donde se encuentra la autenticidad de la vida.
La vida no es una galería de imágenes curada con precisión. Es más bien una serie de experiencias que no siempre se ven bien en fotos. Está llena de madrugadas con ojeras, discusiones, dudas, angustias y alegrías sutiles. Tiene más que ver con aprender a vivir con la incertidumbre que con la perfección estética. El día a día incluye obligaciones laborales, problemas familiares, problemas de salud y, a veces, fracasos. Son esos aspectos no instagrameables los que nos constituyen de verdad, los que forman nuestro carácter y nos hacen crecer.
Cuando abrimos Instagram o cualquier otra red social, es fácil olvidar que detrás de cada imagen bien editada hay una persona con miedos, inseguridades y conflictos no resueltos. La red se convierte en una especie de escaparate donde la realidad se presenta distorsionada. Por ejemplo, el anuncio de un nuevo trabajo viene acompañado de sonrisas y aplausos virtuales, pero lo que no se ve es el estrés detrás de esa decisión o las noches de insomnio que llevó llegar hasta allí. Una foto de una pareja sonriente oculta las discusiones y momentos de tensión que también forman parte de cualquier relación.
El problema surge cuando comparamos nuestra vida no editada con las versiones idealizadas de los demás. Nos castigamos por no alcanzar un estándar que, en realidad, no existe. La felicidad no es una serie de momentos congelados en fotos, sino una construcción constante y dinámica. Es normal que nuestras experiencias no sean siempre dignas de ser mostradas, y eso no debería hacer que las consideremos menos valiosas. Es más, es precisamente en los momentos imperfectos e incluso en los fracasos donde se encuentran las lecciones más profundas.
Hay una gran diferencia entre la vida que queremos mostrar y la vida que realmente vivimos. La primera es un escaparate, mientras que la segunda es un proceso. A menudo, nos encontramos publicando en redes sociales para demostrar que somos felices, como si el hecho de capturar un momento nos validara. Pero en esa búsqueda de validación externa, perdemos de vista lo que realmente nos hace humanos: nuestra capacidad de experimentar, de sentir y de aprender de todo lo que la vida nos ofrece, incluso de lo que es caótico o doloroso.
Aceptar la vida real en toda su complejidad implica renunciar a la obsesión por la imagen perfecta. Es un ejercicio de humildad que nos acerca a los demás, que nos permite entender que nadie tiene una vida tan organizada o bella como aparenta. Al compartir solo lo que creemos que vale la pena ser mostrado, perpetuamos la idea de que nuestra vida solo tiene valor si se ajusta a ciertos estándares, como si necesitáramos la aprobación de otros para justificar nuestra existencia.
El hecho es que, en la vida real, no hay filtros que suavicen los momentos difíciles ni aplicaciones que eliminen las arrugas del alma. La auténtica belleza de nuestra existencia reside en la aceptación de nuestra humanidad y de nuestra imperfección. No se trata de rechazar las redes sociales, sino de usarlas con la conciencia de que solo muestran una versión muy limitada de quienes somos. Cada uno de nosotros tiene una vida que no es instagrameable, y eso está bien. Al final del día, la vida real es la única que importa. Es esa misma imperfección la que nos recuerda que estamos vivos, y eso, más que cualquier “me gusta”, es lo que le da sentido a nuestra existencia.