El grito silencioso de la fauna. Incendios y deforestación empujan a los animales a buscar agua y comida
La mañana avanza en San Ignacio de Velasco, Boris Colombara, con ojos cansados pero llenos de determinación, describe una escena que se repite cada vez con más frecuencia. Animales silvestres –jaguares, monos, tatús y ositos hormigueros– llegan a su propiedad en busca de algo que ya no encuentran en su hogar: refugio. La deforestación, implacable, está devorando el bosque que, durante siglos, fue su único refugio. Los incendios, cada vez más voraces, ya han consumido más de 10 millones de hectáreas en Bolivia. La destrucción no se detiene.
Boris observa cómo los animales, que antes apenas se dejaban ver, ahora aparecen casi a diario. “Antes, uno veía la huella de un tigre, pero muy rara vez cazaban en la propiedad”, recuerda, con la mirada perdida en el horizonte. Pero eso ha cambiado. Desde hace unos cinco años, los felinos y otros animales se ven forzados a buscar comida y agua en tierras que no les pertenecen, porque lo que fue suyo, el monte, ya no está.
La propiedad de Boris se encuentra en el corredor biológico, un pasillo verde que conectaba el Parque Nacional Noel Kempff Mercado y el Bajo Paraguá, una zona crucial para la vida silvestre. Pero el avance de la ganadería y la deforestación ha fragmentado este corredor. Lo que antes era un maravilloso bosque, hoy se ha convertido en un paisaje salpicado de parcelas ganaderas y tierras devastadas por el fuego. “Nos estamos quedando pocos con bosque, y los animales, al no tener a dónde ir, se quedan en lo que queda de monte. Pero al quedarse, necesitan comer”, explica.
Los incendios marcan un antes y un después. El fuego arrasó con todo a su paso, y “los animales están huyendo de los fuegos y de la deforestación, buscando un hogar que les estamos destruyendo”, lamenta. La destrucción del bosque no sólo significa la pérdida del hábitat de los animales, sino también el fin de un equilibrio que mantenía a raya la depredación. El año pasado, Boris perdió el 40% de su producción de terneros por ataques de felinos que ya no tienen qué cazar en el monte.
Pero él no lo cuenta con rabia, sino con mucha pena porque sabe que los jaguares lo hacen obligados por el hambre que el hombre les provoca. En la poca selva que existe ya no tienen qué cazar.
En la región de San Ignacio de Velasco, los animales, como tucanes, puercoespines, ciervos de pantano, jaguares, el cóndor tropical y capibaras, se ven obligados a abandonar lo que queda del bosque y acercarse a las haciendas en busca de alimento y agua. La devastación causada por los incendios y la deforestación ha dejado sus ecosistemas en ruinas, obligándolos a sobrevivir en terrenos que antes no frecuentaban. Sin embargo, esta llegada de los animales ha generado tensiones. Los jaguares, en particular, han atacado ganado, y en respuesta, los hacendados y algunos comunarios molestos mataron a varios de estos felinos. Aunque para algunos parece una medida desesperada, este tipo de acciones, enfatiza Boris Colombara, son ilegales y representan un grave atentado contra la vida silvestre.
Boris, a diferencia de algunos, comprende que estos animales no tienen otra opción. Su hábitat ha sido destruido, y con él, su fuente de alimento. No es justo culparlos por luchar por su supervivencia. Además de los jaguares, las aves también sufren las consecuencias de la crisis ambiental. Los tucanes y otras especies llegan hambrientas a las casas de San Ignacio, devoran mangos y otras frutas aún verdes para saciar el hambre que sienten. Es una situación alarmante que refleja cómo la deforestación y los incendios están empujando a la fauna silvestre al borde de la desesperación, mientras sus hogares desaparecen frente a sus ojos.
Lo que cuenta Boris es fiel testimonio de un ecosistema que se desmorona. Son los últimos guardianes de un bosque que ya no puede ofrecerles lo que necesitan. La imagen que recuerda de un jaguar cansado, hambriento, cruzando una estancia en busca de comida, es el reflejo de una realidad que pocas veces se convierte en titulares, pero que en la Chiquitanía es imposible de ignorar.
“El monte que teníamos era uno de los mejores conservados. Ahora, con la deforestación de empresas privadas, estamos prácticamente en una isla”, dice Boris. Y esa isla, cada vez más pequeña, es todo lo que queda para proteger a la fauna.
Boris, al igual que otros pocos ganaderos que todavía mantienen el bosque en pie, sueña con soluciones. Habla de bonos de carbono, de proyectos regenerativos, de alternativas que permitan proteger lo que queda sin que la presión económica los asfixie. Pero, como él mismo dice, las alternativas son escasas, y los recursos, inexistentes. “Queremos implementar una alternativa regenerativa, pero, ¿cómo lo hacemos si los bancos nos piden desmontar para darnos créditos?”, se pregunta con amargura.
La conversación se extiende mientras el sol comienza a caer. En su relato, Boris no solo narra la lucha de los animales por sobrevivir. En su voz se escucha la desesperación de alguien que sabe que está perdiendo una batalla crucial, no solo por su tierra, sino por el futuro del ecosistema.
Los incendios continúan en Santa Cruz, la deforestación avanza, y los animales seguirán llegando a la estancia de Boris, hambrientos y sedientos. Él, con su testimonio, nos recuerda que el tiempo se agota, y que no sólo los felinos, sino todos nosotros estamos perdiendo nuestro hogar.