Los 100 años de Martha Quintanilla
Luis González Quintanilla (*)
Hace unas semanas mi madre cumplió 100 años. Se dice rápido, pero cumplir un siglo en este valle de lágrimas no es cosa corriente. Aunque en la novela de su vida no haya pasado nada trascendental, lo largo de su transcurrir hace que haya pasado de todo. Nació cuando la civilizada Europa continuaba enzarzada en la primera matanza mundial; corría el año del Señor de 1916. Ver la luz en esos días de guerra creo que signó los hitos más importantes de su vida. Al parecer, nacer en ese tiempo templó su carácter y la convirtió en centinela eterna de los límites de su hogar y el bienestar de los suyos.
Fue bautizada con el nombre de María Martha Leonor de las Mercedes, a la usanza de las familias tradicionales de la época. En estos tiempos, de obligadas y varias identificaciones (certificado de nacimiento, carnet de identidad, pasaporte o libreta militar), el tener más de un nombre es siempre tierra abonada para sendos conflictos con la burocracia.
Martha, que así la llamaron siempre, perteneció a un segmento social que los intelectuales revolucionarios como Montenegro o Céspedes llamaron “la rosca”. Mi abuelo, Julio Quintanilla Quiroga, de familia cochabambina, era médico. Mi abuela, Mercedes Zuazo Eyzaguirre, era heredera y propietaria, como se decía por entonces. Los dominios de su familia abarcaban en La Paz, las zonas de Munaypata y Villa Victoria, en cuyo puente del ferrocarril se hicieron dramáticas promesas: “En el puente de la Villa, hice un juramento, defender al Movimiento …”.
Mi abuela parió 14 hijos, de los cuales 10 eludieron la barrera de la mortalidad infantil. En 1926, ella agarró a tres de sus hijas y al hijo pequeño y se dio un periplo por Europa. No fue viaje de placer. Es que el menor, Marcelo, contrajo la terrible poliomielitis y el padre médico procuró la ciencia de sus colegas europeos. Gracias a esa decisión y varias operaciones quirúrgicas, el hermano menor de mi madre pudo caminar sólo con una leve cojera. Mi abuela exclamó que el resultado positivo fue un milagro de Dios; mi abuelo sentenció en favor de los avances científicos. En este viaje mi madre empezó con sus primeras vicisitudes. Mientras mi abuela con las hijas mayores recorría Londres y Berlín para encontrar a los especialistas que ayudarán a su hijo, Martha quedó medio abandonada en un internado de monjas en París. Las religiosas sólo se ocupaban de enseñarle el vocabulario inscrito en el catecismo. Aprendió francés por sí sola con el ingenioso método de colgar carteles en muebles, paredes y cuadros, y subrayar revistas para memorizar sus primeras palabras en ese idioma. Tenía por entonces sólo 10 años.
La Guerra del Chaco
Otra guerra, la del Chaco, dejaría señas profundas en el corazón de mi madre. Después de ser herido dos veces y retornar al frente, el heroico teniente Julio Quintanilla Zuazo, su hermano preferido, dejó su vida en la batalla de Mandeyapecuá, tres meses antes de concluir la absurda contienda que enfrentó a dos pueblos pobres y descalzos. Fue el primer gran dolor de mi madre. Pero la vida tiene sus compensaciones: de la mano del armisticio e integrando la comisión paraguaya para la firma del protocolo de la paz, llegó el joven capitán Luis J. González. El fin del conflicto lo había agarrado al mando de su batería de cañones, al frente de Villamontes. El enamoramiento de la joven y el oficial enemigo no surgió en el momento adecuado y produjo una verdadera guerra familiar.
La familia de mi madre, de raigambre católica, patriota y conservadora, puso el grito al cielo, declaró hostilidades a la pretensión matrimonial y optó por exiliar a la joven. Fue enviada a Buenos Aires –hasta que se le pase el “capricho” – donde un querido tío suyo, Eduardo Quintanilla, que estaba destinado en la embajada de Bolivia. Antes de la partida mi futuro padre confesó al tío lo serio y apasionado de su amor por la sobrina, logrando el compromiso de su complicidad. La familia despidió a la hija en la estación de La Paz, iniciando el plan para terminar con el enamoramiento. Aprovechando su condición de diplomático, el pretendiente llenó un camarote de flores y se coló en el tren en la estación de El Alto. Eran tiempos de férrea moral victoriana. El elegante militar paraguayo sólo acompañó a su amada hasta Viacha. El tío controló el encuentro de perfil y con risueña mirada. Los novios pudieron jurarse amor eterno.
Y en verdad que lo fue. Fue una especie de romance a lo Romeo y Julieta, en tiempos de ferrocarril y a la colla-guaraní. Un lazo tan profundo que duró toda una vida.
Viga maestra
Y vino la otra guerra mundial, aún más fiera que la primera (mi combate contra la desmemoria es aferrar los acontecimientos pueriles a hechos trascendentales). En esos años nacimos ni hermana María Martha, yo y mi hermano Fernando. Hacia el final de los años 40 se inauguró la larga dictadura que asoló al Paraguay y mi padre emigró definitivamente a Bolivia, el país al que combatió y al que después amó entrañablemente. Aquí está enterrado.
Mi madre fue la viga maestra de la progenie. Fue una luchadora, como las damas de su tiempo. Una verdadera tigresa cuando se trataba de defender y lograr el bienestar de su marido y sus hijos.
Como Martha, hubo otras tantas señoras, las hay aún, madres llenas de coraje. Ganaron todas las pequeñas batallas de una guerra grande: amar a su esposo, formar a sus hijos, trabajar siempre dentro de casa y a veces fuera, haber vivido feliz en sus privaciones cotidianas, aportando el sacrificio de su fe. Casi nada, pero también casi todo. Por eso, he querido pergeñar estas líneas en este Día de la Madre, pensando en la mía, y alargando a través de ella mi homenaje a esas mujeres, grandes guerreras, que son las que nos han parido, cuidado y amado.
Decía que hace unas semanas mi madre cumplió los 100 años. Creo que ha perdido la mitad de la memoria. Aunque viéndolo bien, no ha perdido nada. Porque cuando estamos con ella sus ojos brillan, habla muy poco y parece querer sonreír. Y en los momentos de penumbra se comunica con su hombre, con sus padres, con sus hermanos. La oímos y sabemos que nos reconoce, aunque cada día reconoce más y mejor a los que partieron. Sus achaques los soporta con estoicismo. A veces intuyo que ni los siente. Reza porque Dios la recoja pronto.
Otros piensan, como yo, que estas cuestiones de la vida y de la muerte las administra un tahúr, parecido a los del Misisipi, con chaleco brillante y reloj de bolsillo, que juega con las cartas marcadas, casi a oscuras y sin testigos.
P.S. Después de poner punto final a esta crónica sobre mi madre, me llegó la noticia de su muerte. Se fue como vivió, discreta y dignamente.
(*) El autor es periodista.