El ¡no!, es innegociable
Probablemente también en las vacaciones, pero sin duda, ahora que sus hijos e hijas comenzaron clases, ustedes les tienen que repetir las cosas veinte veces para que hagan lo que deben. Se quedan pegados a la TV o con la nariz sin despegar del celular. Se sientan a hacer las tareas justo cuando usted los está llamando a cenar. Habrán caído, más de una vez, en la tentación de pegarles un grito, estoy casi seguro... Y a ratos se han sentido apoyados por quienes sostienen que una buena nalgada, ayudaría… ¡Ganas no les faltan! Pero, también, habrán sentido tentadora la comodidad de decirse: que haga lo que quiera, ya se dará cuenta…
Recursos y paciencia es lo que tienen que extremar para no imponerse por la fuerza o para no alzar los brazos y dejar a los chicos a su propio albur. ¿Los gritos? Claro, lo entiendo, no siempre son una expresión de violencia, sino exigencia de esa no tan buena costumbre de llamar su atención desde la otra punta de la casa. ¿Qué tal si probara, más bien, al comenzar este año escolar, solicitarle comportamientos o darle órdenes mirándole a los ojos? El contacto visual, dicen los especialistas, es una de las herramientas más potentes de la comunicación. Es como un interruptor: enciende y apaga nuestra conexión con los demás.
Los pedidos, las instrucciones, las órdenes soltadas al aire, aún subiendo la intensidad y el tono de voz… son absolutamente impersonales e ineficaces. La verdad es que, a ratos, pienso que no es que los muchachos no nos quieren escuchar, sino que nuestra voz es uno más de los sonidos que los chicos de hoy tienen a su alrededor. ¡Para que se los voy a contar! Ellos están simultáneamente, con el televisor, la música enchufada en su oído, los pulgares mensajeando a la velocidad del rayo y con su “¡apaga ya tu celular!”, a lo lejos … Nuestro cerebro no da para prestar atención simultáneamente a más de una cosa. Reparte la atención en fracciones de segundo para escuchar tres cosas. Mayor razón, para acercarse, buscar el contacto visual y proponerle: ¡Jovencito, señorita: vamos a cenar juntos! Si lo hago así, habré logrado canalizar su atención a mi pedido.
Es mirándose a los ojos que usted tiene que establecer límites y reglas. Los chicos –hijos y estudiantes que son– tienen que someterse a esas reglas. Los grandes, también, ¡por supuesto! El ejercicio de la libertad no está reñido con el cumplimiento exigente de las normas y de los acuerdos. No se trata de que hagan siempre lo que quieran. Aprender no es un acto casual y fortuito. No acepte que es desaconsejable que hijos y estudiantes se encuentren con un ¡no! Como si el “laissez faire, laissez passer" se aplicara a la educación y al aprendizaje. Educar, enseñar, son todo lo contrario de abstenerse de dirigir, de intervenir. Son actos intencionales: desde este punto de partida, tenemos que llegar a este otro punto de llegada. La educación no es un acto espontáneo, es un acto dirigido. La familia y la sociedad nos ponemos de acuerdo sobre los términos de llegada: qué tipo de persona, qué tipo de ciudadana y ciudadana queremos tener. Llegar a esas metas implica exigencias y esfuerzo, sin los cuales, difícilmente se pueden conseguir
Pero, claro, los gritos y las amenazas no suelen ser el mejor de los instrumentos para hacer deseable una meta. La exigencia, sí lo es. Encontrarse con que hay límites en la vida, sí lo es. Hay que reconocer que las pequeñas o grandes frustraciones son parte de la educación y de la vida. En la familia, en la escuela y en la sociedad.
Sean firmes. El ¡no!, es innegociable.
El autor es doctor en Pedagogía
Columnas de JORGE RIVERA PIZARRO