Camino a la violencia
Según las normas constitucionales que rigen el proceso electoral, que en los hechos ya ha arrancado en nuestro país, éste deberá culminar el 22 de enero de 2020 con la posesión de los sucesores de Evo Morales y Álvaro García Linera. Si quienes ocupen su lugar serán los candidatos de la fórmula oficialista o de alguna de las opositoras, lo tendrían que decidir las urnas.
Sin embargo —y a pesar de la claridad con que así lo dispone el marco constitucional y legal que rige el proceso en marcha—, hay demasiados motivos que hacen temer que no será así. Y que las fuerzas gubernamentales harán cuanto crean conveniente para evitar que eso ocurra, incluso al precio de desencadenar una ola de violencia, como la que tiene sumidas a Venezuela y Nicaragua en un baño de sangre.
Los primeros indicios de lo inminente que es ese riesgo se evidenciaron estos días. A pesar de lo inicial que es la fase en que está el proceso electoral, ya se ha podido ver que la violencia, la intolerancia, las agresiones verbales entre candidatos y las agresiones físicas entre sus seguidores parece que serán sus principales características.
El riesgo aquel podría parecer algo inherente a nuestras tradiciones políticas. Evocaría los tiempos, no muy lejanos, cuando movimientistas que agredían a miristas y adenistas; adenistas que destrozaban la publicidad de todos sus rivales; miristas que agredían a eneferistas y viceversa… enturbiaban las campañas electorales, y así fue siempre, hasta donde se recuerda. Es un rasgo de nuestra débil cultura democrática que no tiene nada de nuevo, por lo que podría restársele importancia al hecho de que la violencia contamine las campañas que se avecinan.
Hay, sin embargo, en el caso actual, un factor que se suma y agrava lo que se arrastra desde siempre. Es que, a diferencia de épocas anteriores, ahora la violencia y la agresión contra los rivales es franca y abiertamente alentada por los principales conductores de las instancias gubernamentales. Son dirigentes de primer nivel, y no personajes marginales, quienes sin disimulo instruyen a sus bases para que impidan que los simpatizantes de la oposición hagan campaña en “su” territorio.
Lo mismo ya ocurrió en elecciones pasadas, cuando el MAS quiso imponer por la fuerza su pretensión de monopolizar el poder. Y lo hizo con tanta eficiencia que en gran parte del territorio nacional se impidió, impunemente, cualquier actividad política que no fuera la del oficialismo.
Recientes noticias dan cuenta de la intención gubernamental de aplicar la misma fórmula. Con la diferencia de que esta vez se multiplica el riesgo de que la fuerza bruta ocupe el lugar que va dejando la pérdida de legitimidad de la fórmula oficialista. Un gravísimo peligro que a todos conviene conjurar.