Independencia cubana salió de cruenta guerra
Nueva York | AP
La lucha de los cubanos por independizarse de España fue una guerra "en que se inventó el campo de concentración, España perdió su imperio, y Estados Unidos ganó otro", escribe John Lawrence Tone en su excelente libro, "War and Genocide en Cuba, 1895-1898".
Fue también el Vietnam español, una guerra total librada por los patriotas cubanos en circunstancias en que tenían todas las de perder.
El escenario fue la cuenca del Caribe, que durante el siglo XIX se convirtió en sitio de algunas de las peores matanzas que el mundo haya presenciado. Y el azúcar fue el premio mayor.
El siglo comenzó con la rebelión de los esclavos negros en La Hispaniola (lo que es hoy Haití) y concluyó con la prolongada batalla por la independencia de Cuba. Ambas fueron libradas por ejércitos de insurgentes en los cuales los negros proporcionaron la carne de cañón, y algunos de sus mejores generales.
Tone señala que unos 780.000 africanos fueron llevados a Cuba como esclavos entre 1791 y 1867 para trabajar en los cañaverales y en las moliendas, remodelando a Cuba como una sociedad esclavista "justo cuando la esclavitud estaba comenzando a ser atacada desde casi todas las partes" del mundo.
Motores a vapor
Los "cañatenientes" introdujeron motores a vapor en las refinerías de azúcar ya en 1796, en una época en que ese proceso era flamante en el sector industria, inclusive en Gran Bretaña. El ferrocarril llegó a Cuba en 1837, dos décadas antes que a España, y el telégrafo en 1851, apenas cinco años después que a Estados Unidos. Como señala Tone, Cuba se convirtió en "el puesto de avanzada del sistema capitalista mundial".
Los cubanos lucharon con ahínco para desalojar a los españoles, que ya habían perdido casi la totalidad de las colonias de América Latina. Primero combatieron en la Guerra de los Diez Años (1868-78) y luego en el conflicto de 1895-98, cuando algunos veteranos del previo conflicto se hartaron de esperar que el gobierno de Madrid cumpliera con las promesas formuladas en el tratado de paz del Zanjón.
José Martí
La guerra tuvo su santo, José Martí, uno de los más grandes intelectuales que dio la América Española, y un poeta que comparte el Parnaso cultural con Rubén Darío y Pablo Neruda. Pero también tuvo sus Robespierre: los generales cubanos Máximo Gómez, un criollo, y Antonio Maceo, un negro, el "titán de bronce"; así como un hombre que la prensa norteamericana apodó "the butcher", el carnicero, el general español Valeriano Weyler, un veterano de la guerra contra los obreros anarquistas de Cataluña.
La figura más carismática fue Martí, que desde su exilio en Nueva York fue forjando la idea de una nación cubana multicultural y tolerante. No era un militar, por lo que necesitaba demostrar que tenía más coraje que un guerrero. Y por lo tanto, poco después de regresar a Cuba en un insensato ataque contra una columna de la infantería española, armado sólo con una pistola, y mientras cabalgaba un caballo blanco, fue abatido por las balas de un rifle español.
(Algunas semanas antes de su muerte, que ciertos historiadores consideran un velado suicidio, Martí escribió en un poema, "No me pongan en la sombra/a morir como un traidor/Yo soy bueno, y como bueno/moriré de cara al sol").
Los españoles lavaron su cadáver y lo exhibieron antes de su entierro en Santiago de Cuba, "logrando un golpe publicitario de un estilo bastante horripilante", comenta Tone.
Gómez, quien creía en la guerra total, dijo en cierta ocasión a sus soldados que sólo debían temer una cosa: "La horrible idea del futuro que aguardaba a Cuba" si España triunfaba en la contienda. Y Maceo fue inclusive más contundente. El ordenó a sus tropas, "destruir, destruir, siempre destruir", pues "destruir a Cuba es derrotar al enemigo". De ahí que la guerra no sólo consistió en enfrentamientos con los españoles, sino en la destrucción de cañaverales, refinerías y viviendas de todo aquel que no compartiera los anhelos de independencia.
Pero además de la carnicería y la destrucción causada por seres humanos, uno de los peores instrumentos de la guerra fue la plaga.
El general Gómez, dice Tone, consideraba "a sus tres mejores generales junio, julio y agosto, cuando el clima y los letales mosquitos inmovilizaban más españoles que lo que podían hacer los insurgentes".
España envió a Cuba muchos soldados que no estaban preparados para el servicio militar "y que recibieron dinero para actuar como reemplazantes de los reclutas verdaderos". Un cronista español, dice el autor, recordó haber visto en Cuba "conscriptos españoles con hernias, cojos, mancos, asmáticos, tuberculosos, e inclusive ciegos", además del "ocasional soldado de 60 años de edad". Como si en vez de un ejército se hubiera tratado de la corte de los milagros.
Los españoles encontraron en Cuba combatientes tan implacables como los norteamericanos descubrieron en Vietnam algunas décadas más tarde. "Los españoles no tuvieron que lidiar con minas Claymore o con trampas "pangee"", dice el historiador, "pero los cubanos usaron la dinamita, la emboscada y constante fuego de francotiradores para convertir una travesía por zonas rurales en algo temible".
Con el propósito de combatir la insurgencia los españoles enviaron a Cuba al general Weyler, que inventó la "reconcentración", la reubicación forzada de civiles en sitios controlados por el ejército y por sus aliados cubanos.
Tone escribe que la reconcentración "transformó una guerra ya cruel en algo que ha sido calificado de genocidio". Soldados españoles desalojaron de sus poblaciones a medio millón de civiles y los arrearon hacia lo que los norteamericanos en Vietnam bautizarían como "aldeas estratégicas". Tone calcula que entre 155.000 y 170.000 civiles, alrededor de un 10 por ciento de la población cubana, murieron en esos campos.