El Príncipe, la princesa y Uyuni
La primera vez que visité Uyuni y el gran salar fue hace 25 años, llegué en avión privado, acompañando a un príncipe de origen alemán, y su entonces novia, con quien contrajo nupcias pocos meses después. Su Alteza Serenísima, ese era el trato que correspondía a su rango, tenía por el lado paterno un árbol genealógico que se extendía por casi mil años, y por el lado materno era heredero de una de las grandes fortunas estadounidenses.
Aterrizar en Uyuni no fue nada fácil, la pista de tierra estaba cortada por un muro hecho por los militares, y para colmo había un par de niños que jugaban en medio de la parte que estaba habilitada, hicimos tres intentos, que fueron abortados por culpa de los benditos infantes, y finalmente en la cuarta y última intentona logramos aterrizar.
Nos esperaba Juan Quezada que nos llevó al salar, y luego a su recién inaugurado Hotel de Sal en medio de la pampa blanca. El hotelito, que ya había cobrado fama internacional, era una pequeña cabaña con seis u ocho habitaciones y una batería de baños comunes, todo de buen gusto, pero extremadamente modesto.
El viaje fue hermoso y, al día siguiente, cuando al irnos para Uyuni el propietario pidió al Príncipe un comentario en su libro de huéspedes, este escribió unas frases favorables, diciendo que ese era un palacio de sal. Juan me comentó unos años después que esa frase le agradó tanto, que le hizo soñar con construir una vez un palacio de sal, y ese sueño se hizo realidad.
Uyuni en ese entonces era un pueblo con muy poco turismo, y con la actividad ferroviaria venida a menos. Paseamos por las calles vacías, viendo las piedras colocadas sobre los techos para evitar que se los lleve el viento, y en el pequeño paseo donde está el reloj, el Príncipe, comentó que el lugar se veía más amable recorriéndolo a pie que viéndolo desde el aire. Hablamos por supuesto de la historia de la ciudad, del diseño moderno de principios del siglo XX, y de ese clima inclemente que no permitió que se desarrollara como fue seguramente soñada. Y hablamos también de Costa du Rels y su Miski Simi.
Me ha venido a la mente esa visita a partir del desatinado comentario que tanto barullo ha causado. No, ni entonces con el Príncipe, ni en el resto de mis pasadas por Uyuni, que han sido muchos, jamás escuché a un visitante decir que Uyuni es feo, o que no viviría allí ni maravillosamente pagado, he escuchado críticas concretas, a las bolsas de plástico que adornan el campo alrededor de la ciudad(cita) por ejemplo, alguna vez a la falta de higiene en algún baño de un restaurante, pero más bien he acumulado recuerdos especiales.
Aclaremos que es ridículo, y estúpido pretender hacer un juicio a una persona por proferir un comentario grotesco respecto a una ciudad o un pueblo, aparte de que es amedrentador, y no es ese el camino que una sociedad debería seguir. Pero, en realidad, los comentarios de la mujercita de marras la pintan más a ella que a Uyuni. Son producto de un provincianismo, de una falta de clase, es más: de una formación tan tosca, de un entorno tan primitivo, que le hacen proferir exabruptos sin pensar siquiera una vez. Los comentarios vertidos son ofensivos, molestan, eventualmente duelen, tal vez sobre todo a los sectores más vulnerables de la ciudad mencionada, y no pueden ser gritados a los cuatro vientos. Eso es lo que se hace cuando se publica algo en Facebook.
La fulanita de marras no ha dicho ninguna verdad, a dicho una estupidez, no puedes llegar a la casa o a la ciudad de alguien, y decir que es un lugar feo, y muy poca cosa para ti. Puedo ponerme en los zapatos de los uyunenses y sentirme profundamente indignado, peor ahora si consideramos la crisis por la que están pasando en momentos en que, debido a la pandemia, casi no hay turismo, ergo, trabajo.
Pero como en todo se puede ver el lado positivo, tal vez este sacudón ayude en algo, Uyuni necesita más cariño, y tiene muchas posibilidades, es a fin de cuentas una de las entradas a uno de los paisajes más espectaculares del mundo “mundial”. Buenas políticas urbanas ayudarían mucho, fijarse un poco en San Pedro de Atacama, no haría daño, aunque claro que el clima es muy diferente y no se lo puede subestimar.
El autor es operador de turismo
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ