Los cocaleros no son indígenas
Cuando en el clímax de una crisis política y social autoinducida por el gobierno del MAS, Evo Morales reaparece para acusar a la Unión Europea de mentir y “proteger a asesinos de indígenas”, es impostergable restituir un hecho semiológico: Los cocaleros del trópico de Cochabamba —y de entre todos ellos, su máximo líder— no son indígenas.
Los sindicalistas movilizados y abatidos en el municipio de Sacaba en 2020 durante los enfrentamientos con el Gobierno transitorio, por muy víctimas de violencia letal y merecedores de justicia, no eran indígenas.
Semejante postulado, en el ambiente de embriaguez retórica y apropiación cultural en el que ha vivido el país las últimas dos décadas probablemente será caracterizado como “blasfemia contrarrevolucionaria”, pero obedece a un razonamiento semiológico-etimológico muy sólido sobre el alcance de la noción de indigeneidad.
El diccionario de Oxford define lo indígena como “perteneciente a un lugar específico en oposición a proveniente de otro lugar distinto”, criterio dentro del cual no encajan los cultivadores de coca excedentaria del trópico, un colectivo de génesis obrero-urbana recampesinizado y asentado en el bosque húmedo boliviano como resultado de un cambio de modelo económico que desproletarizó a decenas de miles de asalariados del Estado entre 1985 y 1990.
Un segundo parámetro sobre indigeneidad lo ofrece el diccionario de la Real Academia Española que apareja la acepción de lo indígena con “aborigen, autóctono, nativo, natural u originario”, nociones que tampoco ajustan, ni en función de adjetivos ni como sinónimos, con la genealogía andina de un conglomerado cocalero, exógeno a la geografía tropical y sin ningún parentesco con las etnicidades originarias de las selvas bolivianas.
Los cocaleros de Evo Morales son la segunda y tercera generación de los asentamientos de colonizadores altiplánicos que, por sus prácticas ecocidas —y por ello entiéndase deforestación, chaqueos y contaminación de las corrientes de agua con precursores químicos—, para nada son distinguibles de sus predecesores ibéricos durante la colonia o de sus pares sajones autores del etnocidio de las naciones powatan, seminola, cherokie y sioux en Norteamérica.
El escaso respeto cocalero por los genuinos indígenas, cuyas Tierras Comunitarias de Origen invaden en el propósito de expandir la industria de la coca, y su aversión por los genuinos cultivadores originarios de coca para masticación de las áreas tradicionales en las cabeceras de valle andino, hace de los cocaleros de Evo Morales tan indígenas como la descendencia de los colonos del Mayflower, entre ellos la blonda senadora demócrata estadounidense Elizabeth Warren, que con una 32ava parte de ascendiente genético y un ancestro de ocho generaciones atrás, pretendió declararse indígena en 2018.
Las naciones de tierras bajas y los aimaras de tierras altas jamás le han reconocido al sector cocalero de Morales el estatuto de “indígenas”, ni aun de campesinos. Prueba de ello es que el MAS ha tenido que ocupar por la fuerza las oficinas de la Cidob, el Conamaq y la misma Csutcb, o crear organizaciones paralelas, y ni así las temidas Seis Federaciones del Trópico se han ganado reconocimiento entre los genuinos indígenas.
A partir de un argumento tan pobre como rasgos remanentes de biotipo, Evo Morales y su sector se han beneficiado largo tiempo de la inmerecida presunción de ser indígenas, cuando su ethos, su habitus, su genealogía y su discursividad los inscriben como criaturas del sindicalismo urbano clasista, tres coordenadas del sustrato de la modernidad occidental.
Es tiempo de poner un alto a la apropiación cultural, la perversión semántica y el abuso sistemático del término indígena por Evo Morales, que lo ha usado como mecanismo de inmunidad para legitimar sus revanchas y violaciones de derechos humanos contra un país que es disidente de la geopolítica de los narcoestados y la economía de la coca ilegal.
El autor es posgraduante de antropología
Columnas de ERICK FAJARDO POZO