Reformar la universidad desde afuera
La universidad boliviana está en una crisis profunda que no hace más que agravarse con el tiempo. Es difícil saber cuándo comenzó. Identificar ese momento depende de la manera en que la caractericemos. Pero es indudable que está instalada y no ofrece señales de resolución. Los indicadores son muchos y variados.
La muerte de 10 estudiantes en dos años, durante eventos de política interna, ocurridos dentro de las universidades de El Alto y Tomás Frías de Potosí, es lo más desgarrador, porque cobró vidas valiosas. Pero también puso en evidencia la inseguridad de construcciones precarias, de actos que se realizan sin normas de protección adecuadas, de la enorme importancia que tiene la pugna corporativa.
De ahí salió a la luz el problema de gremios con élites enquistadas entre los estudiantes más allá de cualquier plazo razonable, reglamentos que no se cumplen, cuerpo docente sujeto a chantajes por carecer de regularidad en sus funciones, falta de controles en unidades académicas y de investigación, ausencia de rendición de cuentas y otros muchos problemas de gestión y gobernanza.
Todo esto sin mencionar el problema central, que es el de la calidad académica. Nuestras universidades están lejísimos de las mejores de América Latina, que a su vez tampoco están muy cerca de las mejores del mundo. Hay sin duda alumnos y profesores dedicados y brillantes, y lo demuestran con su trabajo y su producción intelectual. Pero son más bien la excepción que la regla. Una excepción que sorprende dado el escaso estímulo que tienen en un ambiente masificado e indiferente a la excelencia.
La universidad fue establecida inicialmente para formar profesionales y aportar con conocimientos y tecnología. Con esos altos fines se la dotó de autonomía, a fin de protegerla de la intromisión del poder político, y cogobierno, como garantía de la misma en base al progresismo de los jóvenes. A esas funciones se le añadieron las de facilitar la movilidad y el ascenso social, es decir, coadyuvar a la modernización de la sociedad y romper la segmentación, sacralizando el libre acceso y la gratuidad.
Desde el punto de vista de las familias, la universidad se convirtió también en el principal mecanismo de socialización de los hijos y de formación de redes personales y sociales, que añadidas al cartón profesional facilitarían el empleo y la sobrevivencia.
Con el tiempo, ese orden se ha invertido y hoy predominan estas funciones añadidas, que han terminado por ahogar las iniciales.
La universidad es el epítome del rentismo, la síntesis más evidente de cómo funciona y qué resultados genera. Los mecanismos de financiamiento que tiene están totalmente disociados de sus rendimientos. O son automáticos (proporcionales a la población del departamento) o dependen del poder de presión que puedan ejercer (asignaciones por matrícula estudiantil). Así se establece una estructura de incentivos que lleva a las universidades a reproducir de manera perversa su condición crítica. Alienta su masificación, refuerza los comportamientos corporativistas, clientelares y prebendales, y su aislamiento del medio social y económico en el que se desenvuelve.
En estas condiciones, es inútil esperar a que la universidad se reforme desde adentro. Simplemente no hay incentivo alguno para que lo haga o para que algún grupo dentro de ella logre la fuerza suficiente para hacerlo.
Esta conclusión es terrible, porque las universidades deberían ser el núcleo del desarrollo, ya que nunca como en esta época el desarrollo ha estado basado en el conocimiento, la información y la tecnología, y en “recursos humanos” con capacidad de generarlos y manejarlos apropiadamente.
Si no se puede cambiar la universidad desde adentro, es imperativo obligarla a cambiar desde afuera.
Mientras no cambie el entorno de la universidad, es decir, la estructura de incentivos del medio en el que desenvuelve sus actividades, la universidad no sentirá ninguna necesidad de cambiar. Al contrario, seguirá funcionando como un mecanismo de captura de rentas cuya distribución interna promoverá continuamente la disputa corporativa.
No estoy planteando una intervención política o militar, ni siquiera cívica o social que liderice ese cambio. Ya se experimentó ese camino y ya sabemos que fracasaron. Lo que no se ha intentado es cambiar su entorno, de manera que se vea obligada a adaptarse a nuevas condiciones.
El principal instrumento de adaptación es la competencia. Es necesario establecer mecanismos que obliguen a las universidades y carreras a competir entre sí, por alumnos, por recursos y por premios a la excelencia y al conocimiento. La actual competencia que depende del poder de los gremios para obtener recursos es lo más pernicioso que hay.
Es posible que existan otros mecanismos, pero uno sencillo y radical sería el de establecer un sistema basado en la demanda. Es decir, otorgar becas a los estudiantes mediante cupones o vouchers que les permitan escoger tanto las carreras como las universidades, accediendo a esas becas según su rendimiento en exámenes de ingreso y manteniéndolas por los resultados que logren.
Esas becas deberían ser de libre utilización por los estudiantes, es decir, debería permitírseles usarlas para pagar matrícula en la carrera de su elección y en la universidad de su preferencia, sea pública o privada. Este mecanismo introduciría la competencia entre todas las universidades, alentándolas a mejorar para atraer a más y mejores estudiantes, para retener a los mejores alumnos y para remunerar mejor a los mejores profesores, para conseguir mejor acreditación y certificaciones de calidad. La competencia es la clave para cualquier mejoría.
En las actuales circunstancias, la competencia es de bajo nivel. Basta ofrecer continuidad de clases y certeza en el tiempo de estudios para llevar estudiantes al sector privado, que por eso tampoco tiene mayor estímulo ni recursos para mejorar su nivel.
Si las universidades públicas quieren competir académicamente manteniendo su actual sistema de cogobierno y autonomía, será su decisión.
Bolivia ya gasta mucho dinero en la educación superior. Cuando ese dinero llegue a las universidades a través de la gente, habrá estímulos para el cambio que tanto necesitamos.
Columnas de ROBERTO LASERNA