3.360 libros...y nada más

Cultura
Publicado el 13/08/2023 a las 0h40
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En la noche del 3 de agosto, primer día de la Feria Internacional del Libro de La Paz, invitados por la Sociedad Científica Estudiantil de Ciencias de la Información de la UMSA, dimos con el investigador Óscar Córdova un conversatorio titulado Bibliotecas, Libros y Lectores, en el cual departimos sobre el probablemente más hermoso objeto inventado por Homo sapiens: el libro. Apenas se me cedió la palabra, provoqué al auditorio con un ejercicio matemático sencillo, planteando la pregunta de cuántos libros puede llegar a leer un buen lector. Dije lo siguiente: “Comencé a leer de manera compulsiva y sistemática a mis 17 años, y ya entonces me di cuenta (más bien) de que el tiempo restante de vida lectora sería insuficiente para abarcar todo lo que quería. Entonces hice una operación matemática sencilla. Normalmente leo 4 libros al mes. Si multiplico este número por 12, tengo que leo 48 libros al año. Si Dios me concede una vida lectora relativamente larga, hasta los 87 años de vida, por poner un número, tendré 70 años activos de lector. Por tanto, en toda mi vida podré leer no más de 3.360 libros… 3.500 quizás, si me apuro un poco y le robo horas al sueño…”. 3.360, ¿se imaginan? Es tremendamente poco para quien sabe que las cosas hermosas que hay plasmadas con tinta, papel y palabras son tantas. Entonces, desde aquella vez me propuse ser un lector selectivo e ir siempre a lo malo conocido (que, de hecho, es siempre lo mejor) antes que a lo bueno por conocer.

Mi vida lectora siempre se ha guiado por los clásicos, y cuando digo clásicos no me refiero únicamente a griegos y latinos, sino a todo autor u obra consagrados en cualquier época. Si, por ejemplo, estoy por elegir entre Platón y Heidegger, elegiré al primero; si estoy entre Derrida y Kant, me decantaré por el segundo. Y así sucesivamente… En realidad, debo reconocer que tengo un prejuicio —muchas veces injusto— ante lo nuevo, pues estoy consciente de que en él hay cosas excelentes (García Márquez, Vargas Llosa, Restrepo, Harari y varios otros que tengo el placer y la suerte de conocer); pero también estoy seguro de que Píndaro, Horacio y Virgilio tienen para decirnos todavía muchas cosas.

Cuando era jovencito, gastaba todo mi dinero en libros y las chicas con las que salía se tenían que conformar con un helado barato. Era un lector de cantidades. No obstante, hoy en día ya no soy así. Decidí adquirir muchos menos libros, en parte porque los que tengo ya estaban desperdigados en mi dormitorio y algunos incluso en la cocina, pero también porque me di cuenta de que es mejor tener solamente aquellas obras imprescindibles que pueden ser leídas y releídas una y otra vez, pues siempre tienen algo nuevo que decir. Mis indispensables, verbigracia, serían Homero, Platón, Horacio, Montaigne, Goethe, Dante, Nietzsche, Gabriel García Márquez, Víctor Hugo, la Biblia, Franz Tamayo, Alcides Arguedas, Stefan Zweig, Emil Ludwig, entre muchos más que mi mente dispersa (e injusta) no los anota aquí.

Hacia el final del conversatorio del 3 de agosto, la moderadora nos preguntó cómo sería nuestra biblioteca de los sueños… ¡Hermosa pregunta! Contesté evocando una experiencia de hace algunos años. Entre 2017 y 2018 pude visitar dos de las más importantes bibliotecas del mundo: la de Alejandría y la de Santa Catalina. Ambas constituyen microcosmos en los que la historia del mundo, y aun del universo, se contiene en un espacio relativamente pequeño. Desde entonces comprendí que para ser un buen escritor y expresar lo que quería quizás desde siempre, tenía que nutrirme no sólo de literatura en el estricto sentido, sino además de ciencia y filosofía. Porque en realidad todas las manifestaciones del buen arte y la ciencia más profunda persiguen el sentido del infinito y convergen en un mismo lugar: el sentido de la vida y el todo. Por eso, la biblioteca de mis sueños tendría que contener aquellas lecturas que han puesto al ser humano más cerca del infinito. Porque El amor en los tiempos del cólera, Los miserables, los Principios de Newton o el Zarathustra de Nietzsche son maneras de tratar de ver el cosmos, de conectarse con lo imperecedero, y es ese tipo de libros el que más me gustaría tener en mis anaqueles, hasta mi último suspiro.

Ahora estoy concentrado en que los 3.360 volúmenes que tengo para leer (que, al momento en que escribo esto, ya son muchos menos) contemplen aquellas letras que confortan el alma, alimentan el espíritu y hacen crecer el intelecto. No hay nada tan hermoso y placentero como una buena prosa o algunos versos bien trabajados. Estoy seguro, junto con Borges, de que la lectura es una de las formas de la felicidad terrenal, y por eso he decidido ya no terminar sí o sí los libros que comienzo y que a veces adquiero sin saber qué contienen realmente. Sé que lo que diré será una especie de blasfemia literaria, pero debo decir que algunas obras consagradas, como Conversación en La Catedral y muchos cuentos del Aleph, no me gustaron y las terminé dejando. Quizá no tengo el talento para disfrutar de la magia que contienen o todavía no llegó el momento indicado para que me deslumbren. Ojalá sea esto último.

EL SUR

«Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. “No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas”, pensó.

-Vamos saliendo –dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto ya acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dalhlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.»

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