
BARLAMENTOS
No me refiero a cismas que desmenuzaron la creencia en Cristo en sectas ruidosas de cristianos de “alabaré”, ortodoxos de persignarse tocando primero el hombro derecho y curas absolviendo pecados con un Padre Nuestro y tres Avemarías, amén de otros grupúsculos.
No encuentro mis putos lentes y sólo leo encabezados. A lo rebuscado de que me acusan habrá que añadir alguna redundancia, ya que por flojo no los buscaré. No será la primera vez de que sólo los titulares den para comentarlos sardónicos.
Está claro que el acoso está de moda. En Bolivia se pueden citar varios, que difieren en sus razones y características, pero escarbando se llega al mismo trasfondo: la política deformada a la politiquería. No siento vergüenza al confesar que apelo a un filme para desglosar un trío, unidos a un culebrón (como le llaman los españoles) en que han convertido una insurrección presidida por un expresidente golpista en Estados Unidos.
En la Sala de la Libertad de la capital de la República de Bolivia, resaltaban no una sino dos banderas cuadriculadas de los Tercios de Flandes, tropas españolas destacadas en las que resistían los corcoveos holandeses allá en el siglo XV. Ahora como wiphala, es madre putativa de los “originarios” creados por uno que quizá no hablaba ni leía ninguna de las lenguas nativas de Bolivia. En Sucre eran de mayor tamaño que las banderas tricolores de la patria honrada entonces.
Anoche entretuve mi soledad mirando un programa de Discovery Science, en que connotados astrofísicos explicaban un tema espinoso para novatos: existe un universo paralelo, un micromundo además del que conocemos los humanos. Yo había elucubrado uno similar. Antropocéntrico que soy, imaginaba uno con minúsculos planetas de seres extraños que tal vez nos visitarían, o ya se habían manifestado en fugaces apariciones de platillos voladores, o existían en formas increíbles en fondos marinos.
Hace rato sostengo que hay similitud entre los políticos nacionales y los estadounidenses: la pulga y el elefante. Me ratifico.
Esa terquedad mía fue corroborada una vez más el otro día, cuando un lector observó los 19 días transcurridos entre meter a la cárcel a un narcotraficante y presentarle cargos, tiempo suficiente para que el sospechoso preso llamase por teléfono a “chipirindinga” y ordenase poner a nombre de testaferros sus cuantiosos bienes, producto tal vez de su “honesto laburar por el partido”.