Chaqueos: cuando la lira de Nerón le canta a la Pachamama

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Publicado el 14/11/2021 a las 23h01
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Poco a poco, quienes disputan la implementación de un nuevo modelo de desarrollo económico productivo pusieron sus miradas en los bosques bolivianos. El eje de la discusión radica en que unos apuestan sus cartas a preservarlos y otros a quemarlos. Como estos últimos tienen mucho más poder que los primeros, desde hace varios años el país es víctima de colosales incendios. Lejos de la observancia a toda ley, e incluso ante la ausencia de éstas, los fuegos anuales arrasan especialmente con las áreas protegidas. Esas regiones, colmadas de biodiversidad y riquezas naturales, de las que Bolivia goza con características casi excepcionales a nivel internacional. 

Sí, la demanda es potenciar el desarrollo del agro, y eso lo dejan claramente establecido los agroempresarios, sobre todo soyeros, ganaderos y azucareros. “Si se le dan condiciones al sector agrícola, pecuario, agroindustrial y forestal, la economía boliviana muy rápidamente puede salir de su postración —decía el 5 enero de este año Gary Rodríguez, gerente general del Instituto Boliviano de Comercio Exterior (IBCE) —. Podemos salir de esta debacle que tuvimos en 2020 por causa del confinamiento, y podríamos crecer a tasas del 6, 7 y 8 por ciento”. El IBCE es la principal vocería de la agroindustria boliviana. 

El pedido buscaba consolidar acuerdos que ya en 2019 se habían logrado con el Gobierno del entonces presidente Evo Morales. La idea central es ampliar la frontera agrícola de las actuales 5 a 13 millones de hectáreas hasta 2030, es decir a 130 mil kilómetros cuadrados. Una superficie equivalente a Grecia, con sus 10 millones de habitantes, o Nicaragua, con una población de casi 7 millones de personas. Una superficie un poco menor que la de Bangladesh y sus 167 millones de habitantes. O como se ha ejemplificado recurrentemente, una superficie casi 2,6 veces más grande que la de Costa Rica, país cuya economía tiene entre sus principales pilares los servicios que le brindan sus bosques. 

Pero la agroindustria boliviana va arrasando bosques, sobre todo para sembrar soya transgénica y pastos destinados a vacunos. Mucha soya y mucha carne para el voraz mercado chino. A eso apuntaban los acuerdos con el Gobierno de Evo Morales en 2019. Éste, a su vez, paralelamente, se lanzó a una política de concesiones de áreas boscosas a organizaciones sociales afines a su Gobierno. Organizaciones que luego alquilan sus tierras a los agroempresarios, aunque cada vez hay más denuncias de que también utilizan esas tierras para ampliar los sembradíos de los polémicos cocales. Las denuncias sobre estos temas han sido recurrentes y se hallan ampliamente documentadas por investigaciones de organizaciones como la Fundación Tierra, Probioma, Cejis, Cedla, Cedib y Fundación Solón, entre otras. 

La era de los pirómanos

Lo cierto es que en septiembre de 2019 se intensificaron los incendios forestales, más conocidos como chaqueos, hasta llamar la atención internacional. Aquella quema de 5,3 millones hectáreas desató una conmoción social e intensas presiones contra el Gobierno de Morales. Este 2021, la tragedia de los bosques bolivianos estuvo a punto de igualar y hasta superar lo sucedido hace dos años. En agosto, en medio de la humareda que contaminaba Santa Cruz, al ser consultado sobre los alarmantes incendios y sus efectos, Gary Rodríguez respondió: “La pregunta es a quienes se oponen a que el área de siembra se amplíe, ya sea para generar alimentos o biocombustibles: ¿qué proponen para salir de este atolladero en que estamos ahorita producto del languidecimiento del sector de hidrocarburos?”.

Mientras el agroempresariado se resignaba desafiante al efecto de los chaqueos, en selvas y sabanas tractores jalando llantas ardientes empapadas en diésel levantaban kilométricas llamaradas. En otras zonas, los “colonizadores”, para el Gobierno, o “avasalladores”, para terratenientes e indígenas, hacían lo propio, pero con técnicas rudimentarias. No han faltado las disputas, incluso con armas en mano, entre ambos sectores. Por ejemplo, el célebre caso de Las Londras, en la provincia Guarayos, a 160 kilómetros de Santa Cruz, donde empresarios y “colonizadores” pleitean por un área de 8.302 hectáreas. Curiosamente, gane quien gane el pleito, habrá un gran perdedor: el bosque, porque toda Las Londras se halla en un área declarada reserva forestal. 

Resultaría una omisión más en medio de la tragedia incendiaria que, tal cual han revelado los últimos monitoreos, destruye vida silvestre en todas sus formas. Así lo revela el más reciente trabajo de la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN), el proyecto Satrifo o Sistema de Monitoreo y alerta temprana de riesgos de incendios forestales. Tal cual establece Satrifo, en base a reportes de sistemas satelitales realizados hasta octubre, hubo quemas en los nueve departamentos del país. Incluso se produjeron chaqueos en Potosí y Oruro que tienen escasas áreas forestales, con 4.265 y 4.595 hectáreas quemadas, respectivamente. 

En total, 3,4 millones de hectáreas se quemaron entre el 1 de enero y el 15 de octubre de 2021 en Bolivia. Una superficie similar a Taiwán, que alberga a 24 millones de habitantes, y 4 mil hectáreas mayor a Bélgica, con sus 12 millones de habitantes. Las quemas anuales han alcanzado tales proporciones que lo que antes se comparaba con campos de fútbol hoy se suele comparar con países íntegros. O países imaginarios que, además, se hallarían plenos de riquezas en cuanto a agua, frutas, plantas medicinales, aceites y maderas, entre otros recursos. Ello porque, según Satrifo, el 46 por ciento de la superficie total quemada, 1,5 millones de hectáreas, se concentra en áreas protegidas nacionales y subnacionales. Una superficie mayor a las que poseen 45 Estados nacionales en el planeta. 

Sin contemplaciones

“Lo más preocupante ahora, en este escenario, son las áreas de vegetación alta, en bosque en sí, que fueron quemadas —dice Armando Rodríguez, gerente de proyectos de FAN—. A nivel nacional, tenemos un 20 por ciento de estas áreas, algo muy preocupante porque se concentra en áreas donde tenemos mucha más biodiversidad. Un incendio en esta vegetación causa un deterioro de esa biodiversidad y evita que se recupere a corto plazo, afecta muchísimo a la fauna. Es un escenario de degradación continua con altas tasas de recurrencia en estos tres años, por ejemplo, en Ñembi Guazu, que tiene más baja cobertura vegetal. Muy posiblemente, tras dos ciclos continuos de incendios hayamos perdido esa cobertura vegetal, una pérdida que no se puede recuperar ni con proyectos de restauración”. 

Ñembi Guasu en guaraní significa “El gran escondite”, y hacía honor a su nombre por el singular refugio de vida silvestre en que se había convertido. Un bosque seco de características únicas en el planeta. Contenía al menos 300 especies de aves, 50 de mamíferos y 60 de micromamíferos, entre otros particulares habitantes. Destacaban jaguares y pumas, los reguladores de los bosques y señal de la buena salud de éstos. Nada menos que 220 mil hectáreas ardieron en Ñembi Guasu hasta noviembre de este 2021, señala otro monitoreo, correspondiente a la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC). 

Varios nombres de las áreas protegidas subnacionales devastadas por los fuegos resultan elocuentes: “grandes lagos tectónicos exaltación”, la mítica “laguna Concepción”, “ríos Blanco y Negro”, “laguna Marfil”, “orquídeas del encanto”. Otros alcanzaron una proverbial fama nacional e internacional y son motivo de preocupación de expertos más allá de nuestras fronteras. Por ejemplo, Bajo Madidi, valle Tucabaca, Pampas del río Yacuma y San Ignacio. Al parecer, poco o nada les importaron a los pirómanos del avasallamiento y los monocultivos de exportación.

Y por si la cifra de la superficie quemada en Ñambi Guasu pareciese grande, valga citar que el Área Natural de Manejo Integrado San Matías registró más de 800 mil hectáreas perdidas. El infierno en San Matías duró casi tres meses, sin que conmoviese a las autoridades departamentales o nacionales lo suficiente como para que asuman medidas. Algo similar sucedió con el Parque Nacional y Área Natural de Manejo Integrado Otuquis, donde ardieron 120 mil hectáreas, y con el Bajo Paraguá, que perdió más de 50 mil hectáreas. Sumadas esas cuatro regiones, equivalen a una superficie emirato de Qatar, aunque no precisamente formadas por estériles desiertos. 

Gracias a la lluvia

En 2019, en total ardieron 5.305.000 hectáreas en Bolivia. Este 2021, la velocidad e intensidad del avance de los fuegos amenazaba con superar con creces aquella cifra, pero fuerzas no humanas colaboraron extraordinariamente para evitarlo. “Afortunadamente, este año mostró ser más húmedo y eso coadyuvó con la disminución del total de áreas quemadas —explica Rodríguez—. Las lluvias ya están llegando entonces probablemente tengamos una superficie afectada menor a la de 2020 (5,1 millones de hectáreas) y mucho menor que la de 2019. Pero esa disminución fue gracias a las precipitaciones que hubo este año, de lo contrario habríamos lamentado pérdidas mayores a las de 2019. Las instituciones involucradas no tenían capacidad para controlar lo que estaba pasando”. 

Tras la intervención de la Madre Naturaleza, y mientras en La Paz son aún afectadas zonas como el Madidi y en Cochabamba, el Tunari, llegan paulatinamente las evaluaciones. “Hubo muchas especies de flora y fauna afectadas, y urge ver sus condiciones de recuperación —dice el biólogo e investigador universitario Juan Carlos Catari—. El problema es grave, hasta ahora no tenemos un monitoreo en campo, todo los estamos haciendo vía satélite. Los Gobiernos central, departamental y municipales no están tomando en serio el problema”. 

Catari además reclama que se apliquen las normativas medioambientales a las empresas agroindustriales. “Lamentablemente, el sector agropecuario no está regulado por ninguna normativa de la Ley del Medio Ambiente 1333 —señala Catari—. Ellos no sacan una ficha ambiental, no tienen un plan de monitoreo ni planes de restauración. Ellos tumban el monte y listo. En teoría, la ley es para todos y la única manera en que ellos pueden aportar, por lo menos, a la conservación debería guardar esos cuidados. Así se lo hace con sectores como el de hidrocarburos, que deben ser autorizados a desmontar, a manejar sustancias peligrosas y demás”. 

Organizaciones no gubernamentales, institutos universitarios e investigadores independientes aseguran que la producción orgánica armónica con el bosque redituaría mayores ingresos que la soya o la carne. Una parte de las pérdidas que se contemplaron en los grandes incendios parecen ratificar aquellos postulados. Los fuegos afectaron la reserva de Copaibo. Allí se había empezado a explotar el aceite de la planta que da nombre a la reserva. Sus extraordinarias propiedades hacen que un litro de aceite de copaibo valga más de 70 dólares y cuente con generosos nichos de exportación. Algo similar sucedió con los proyectos de explotación de la almendra chiquitana. Los productores aún evalúan sus pérdidas que afectaron años de esfuerzos independientes. 

La lira suena en Glasgow

Investigadores como Pablo Villegas, Justo Zapata, Miguel Ángel Crespo y Alberto Bonadona han señalado las ventajas comparativas de la explotación de productos orgánicos frente al monocultivo incendiario. Experiencias concretas en Perú, Costa Rica y Australia han sido citadas con detalle. Sin embargo, el aparato político empresarial parece sordo, ciego, anósmico e insensible a los resultados de su tozudez. Consideran escasamente otro modelo de desarrollo productivo distinto a los monocultivos. Y eso que, al margen de los chaqueos, se suman otros problemas como los agrotóxicos y la baja productividad sostenida. 

Y las paradojas no dejan de multiplicarse en un país situado entre los 15 más biodiversos del planeta. No sólo los agroempresarios reclaman el desarrollo del campo al mismo tiempo que lo incendian. Mientras los fuegos de este año consumaban su ciclo, el presidente Luis Arce Catacora participaba de la cumbre mundial sobre el medioambiente en Glasgow. “La solución a la crisis climática no se va a lograr con más capitalismo verde —declaraba en su discurso ante el foro—. La solución pasa por cambiar el modelo de civilización y avanzar hacia un modelo alternativo al capitalismo, que es el horizonte civilizatorio del vivir bien en armonía con la Madre Tierra”.

Aquel discurso ha sido recurrente en los últimos 16 años. Sin embargo, según la Fundación Friedrich Ebert Stiftung, Bolivia, en ese periodo, pasó de ser un país elogiado por la conservación de sus bosques a situarse entre los 10 más deforestadores del mundo. Contradicción que bien podría ser comparada con aquella historia que recuerda a Nerón tocando su lira mientras incendiaba Roma, esta vez en clave andino-amazónica. 

 

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