Democracia
En el continente se vive una nueva forma de entender la democracia que fue recuperada por hombres y mujeres valientes, creyentes de la premisa de que era mejor vivir en un sistema imperfecto antes que en una dictadura; por más que sea amigable.
La democracia en lo formal, elección, composición de los poderes, independencia de estos, sigue como fue en el pasado, aunque se hayan cambiado los nombres que los designan. Pero quienes han llegado al Gobierno legalmente no están convencidos de que el sistema sea el mejor ni tampoco que la representatividad es el camino correcto para el ejercicio de deberes y obligaciones. Por eso, sentimos que hay variantes y la calle es importante en momentos claves, vitales para el interés del caudillo y no del pueblo.
Los que han ganado elecciones, en forma limpia mientras no se demuestre lo contrario, reniegan de los valores democráticos que tan solo son aceptados en la medida de la conveniencia de los grupos corporativos antes de que el de los colectivos, incluida la oposición.
Al ser la escuela de muchos de los líderes los sindicatos, la calle, las formas de ese espacio se la traslada al ámbito estatal. La consecuencia es la imposición, la descalificación del contrario que tiene derecho a voz y voto en el ámbito correspondiente, se llame este Congreso o Asamblea Legislativa. Y claro, en la democracia sindical el perdedor sólo tiene derecho a presentarse en otras elecciones. Vale decir, no hay fiscalización ni reclamos atendidos.
Por eso surgen las frases que tanto espantan a quienes lucharon por ver a sus sociedades libres de la tiranía. Ergo: métale y que los abogados lo arreglen, o los calificativos de vende patria a quien no está de acuerdo con el discurso oficial y tampoco se permiten los librepensantes ya que estos son incómodos al poder.
En nombre de las bases, de los pobres o de los marginados de la llamada época colonial, se persigue, se usa al Poder Judicial, a las fuerzas del orden público o en su caso a los grupos corporativos para amedrentar o quebrar manifestaciones de denuncia, de defensa de intereses legítimos.
La democracia, la llamaremos tradicional, sólo es buena en la medida que permite mantener el poder, pero el de los que aceptaron sus reglas para tomarlo.
Si se analiza las realidades de los países inmersos en esa visión, sus representantes, los líderes, no estuvieron en la lucha contra las dictaduras, no se expusieron ante el poder militar que reinó en otras épocas, quizás por su juventud. Tampoco fueron grandes oradores en las tribunas de la “vieja” democracia. Permanecieron en silencio, al acecho, y cuando llegó el momento oportuno supieron encantar al ciudadano con discursos llenos de adjetivos calificativos.
Pero el éxito de los demócratas de la representatividad directa no sólo está en la habilidad de camuflarse, en su capacidad de no decir nada en momentos claves de la historia, de la coyuntura, se basa –además-- en el fracaso de los políticos de la tradición que no pudieron o no quisieron profundizar cambios exigidos por la realidad socio política. A ello hay que sumar la corrupción que es criticada por los nuevos y muy bien copiada en el momento oportuno.
¿Qué hacer? Pues luchar por la democracia con las nuevas armas. Si unos pueden tomar las calles los otros por qué no. Si unos usan los poderes reconocidos para sus fines, la opción está en la rebelión democrática, en la democratización de las estructuras, en la justa y legítima exigencia de que haya respeto a la división de poderes, a la divergencia, a la disidencia sin que ello implique delito alguno.
El autor es periodista.
Columnas de JORGE MELGAR RIOJA