La sociedad abierta y sus nuevos enemigos
No va a desaparecer la democracia en los EEUU. Para eso sería necesario demoler siglos de historia, instituciones y estilos de vida. Pero sí puede verse alterada. De esa alteración las nefastas consecuencias para el resto del mundo serían evidentes.
La posible alteración de la democracia norteamericana tiene un nombre: Donald Trump.
Casi todos pensábamos que sus exabruptos eran simulaciones. Pero ganó y siguió siendo el mismo. No era táctica. Los nuevos ministros lo confirman. Millonarios radicales, radicales millonarios y, sobre todo, predicadores del odio.
Odio a los que piensan diferente, a la clase política, al establishment. Odio que surge del resentimiento más profundo. Odio hacia arriba y hacia abajo. Odio que como todo odio viene del miedo. De ese miedo inherente a la especie humana, únicos animales que sabemos de la muerte. Odio dirigido hacia todo lo que parezca distinto, sea el color de la piel, la diversidad sexual, la nacionalidad. Y antes que nada, odio a esos pobres mexicanos convertidos por la demagogia “trumpista” en gente sucia, ladrones, traficantes, violadores, en fin, todo lo que sirva para depositar odio.
Ya existe un enemigo interno. Sólo falta localizar al externo.
El enemigo externo es variable. Puede ser un día el Islam, otro día China, la “decadente” Europa, la globalización o todo a la vez. Lo importante es que ese enemigo exista. Y si no, deberá ser inventado.
El problema Trump no sería tan grave si estuviera recluido en los límites de su país. Al fin y al cabo los EEUU se han dado el lujo de tener muy malos presidentes y ninguno ha podido lesionar las raíces del constitucionalismo. El problema es que Trump irrumpe en un mundo marcado por una ofensiva mundial en contra de la democracia.
El asalto a la democracia perpetrado ayer por estalinistas y nazis chocó con la nación norteamericana. Todavía los europeos no logran reconocer su enorme deuda. Si no fuera por EEUU, Europa habría capitulado frente al nazismo o frente al comunismo o frente a ambos. Hoy la situación es muy diferente.
Si Trump logra separar geopolíticamente a EEUU de Europa, Europa quedará librada a sus enemigos. Esos enemigos son principalmente tres: el terrorismo islamista, la expansión geopolítica de la Rusia de Putin y el surgimiento de movimientos políticos neofascistas.
No deja de ser sintomático observar que hoy, el autoritario presidente de Hungría, Víctor Orban, ha acuñado el concepto de sociedad i-liberal como alternativa en contra de esa Europa, según él, decadente, incapaz de defender los valores heredados de la cristiandad medieval.
Un enemigo que odia y no piensa no es un enemigo discursivo. Los enemigos de la sociedad abierta son hoy enemigos antipolíticos. Esa es la gran novedad que trajo el siglo XXI.
Los terroristas del Islam —la expresión más radical del odio— no escriben manifiestos ni dan a conocer una doctrina. Los grupos, sectas y partidos que constituyen el neofascismo (nombre verdadero de lo que los sociólogos galantes denominan “populismo”) tampoco siguen a grandes doctrinas. Su política sólo reconoce a tres fobias: xenofobia, homofobia y eurofobia. ¿Cómo polemizar con fobias? Frente a esas nuevas fuerzas políticas los partidos democráticos no logran encontrar el idioma adecuado. Su impotencia política frente a ellos es manifiesta.
Las nuevas autocracias expandidas a lo largo del mundo tampoco están dotadas con una alta racionalidad política. Más allá de las diferencias ideológicas, las principales —la de Hungría, la de Turquía y la de Rusia— persiguen objetivos precisos. En lo interno, sustituir el sistema de partidos por el principio del gran líder.
A diferencia de las democracias occidentales en las cuales el gobernante es el representante de un partido o coalición de partidos, en las neoautocracias los partidos representan a la persona del gran líder. Esa tendencia ya ha cruzado el Atlántico.
El verdadero partido de Trump no es el republicano: su partido es el trumpismo. La sede formal del Gobierno será la Casa Blanca. Pero la sede real es la Torre Trump. ¿Quién iba a pensarlo? Trump está más cerca de Orban, Putin y Erdogan que de todos los presidentes habidos en la historia de los EEUU. La innegable empatía que comparten entre sí esos “hombres fuertes” es correlativa al odio que sienten por la “sociedad abierta”.
Los ataques de Trump a Merkel, su proyecto de demoler la OTAN, las visitas que realiza Marine le Pen a la Torre Trump, son signos evidentes de que está teniendo lugar algo mucho más fuerte e intenso que la simple revisión de tratados comerciales. Se trata de una agresión a los fundamentos de la democracia liberal. Frente a esa ofensiva, Europa luce indefensa, ingenua, incluso complaciente.
Faltan cinco para las 12 pero aún no es medianoche. Todavía hay tiempo para que la Europa democrática reaccione y salte sobre sus sombras. Puede ser incluso que la misma situación de indefensión en la que hoy se encuentra obligue a las fuerzas democráticas a buscar alternativas. Pero para que eso suceda se requiere del abandono de creencias que, si alguna vez tuvieron validez, hoy ya no pueden ser mantenidas.
La primera creencia dice que sociedad liberal resuelve por sí sola sus problemas. El “laissez faire” proveniente de la economía del siglo XIX no puede ser trasladado a la política del siglo XXI. Será necesaria una militancia democrática más allá del eje regulativo izquierda-derecha. Esa es precisamente la segunda creencia que debe ser abandonada. El eje izquierda-derecha ya no designa la contradicción fundamental de la sociedad abierta.
Cuando emergen enemigos los que han sido adversarios no tienen más alternativa que unirse en contra del enemigo principal. Hoy se requiere, y quizás más que ayer, de la unidad de los demócratas. Estamos hablando antes que nada de la unidad de las tres grandes tradiciones de la política europea: la liberal, la socialdemócrata y la conservadora.
La tercera creencia es la de una Europa sin enemigos.
Hay que mantener contactos diplomáticos con Putin, es inevitable, pero también hay que mostrar los dientes. ¿Lo dejará Europa avanzar? Eso pasa por la decisión de crear una línea de defensa continental. Europa debe aprender, de una vez por todas, a defenderse sin la ayuda de EEUU. La tecnología la tiene. Sólo falta la voluntad política.
Más allá de las demandas sociales o políticas, lo que está en juego es la vigencia de valores universales forjados desde el periodo de la Ilustración. Las luchas electorales que tendrán lugar durante 2017 en Europa decidirán el destino definitivo del occidente político. O se hunde bajo sus ruinas o se levanta sobre las ruinas. Después de Trump no hay caminos intermedios.
El autor es filósofo, profesor emérito de la Universidad de Oldenburg, Alemania,
Mires.fernando5@googlemail.com
polisfmires.blogspot.com
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