Guerra del Chaco: Revelaciones del cerco de Boquerón
Luis González Quintanilla*
Coincidiendo con la selección de la guerra del Chaco como eje temático de la Feria del Libro, Raul Rivero Adriázola, un lector irreductible y recalcitrante de la historia, se atreve con la divulgación de una nueva crónica del Cerco de Boquerón (Editorial Fe de Erratas,2016), quizá la página más heroica de las armas bolivianas en la historia del país.
Rivero toma ese reto cuando encuentra un inédito y novedosos material sobre la conflagración bélica de 1932, en el centro documental Joaquín Espada de Los Tiempos. Los documentos , base del relato, son del espacio “interior”; es decir, radiogramas, telegramas y transcripciones de telefonemas entre los responsables bolivianos de la confrontación armada. Transcurren desde los días aciagos iniciales del conflicto, hasta la rendición del fortín. Son los mensajes, órdenes y comentarios intercambiados entre la dirección política del país, en el Palacio Quemado, el mando Supremo de las Fuerzas Armadas, situado en La Paz y los comandos en el frente de batalla, el del Primer Cuerpo del Ejército, radicado en el fortín Muñoz, y el comando de la División, en el fortín Arce.
No pretende el autor hacer una obra totalizadora de la guerra. De aquellas historias generales o las autodenominadas, “historia diplomática, militar y política”. Porque Rivero toma muy clara nota que de ellas hay muchas y algunas de extraordinario valor. Sin embargo, no puede soslayar, así sea de costado, resumir los antecedentes y las causas de la confrontación.
Coincido con el autor en que los títulos y derechos de los dos países sobre el Chaco Boreal fueron siempre controvertidos, no por aviesas decisiones de los dirigentes de ambos pueblos, sino porque provenían del desorden técnico y de las ambigüedades administrativas de la época colonial. Pero hasta el aciago año de 1932 (con excepción del incidente de fortín Vanguardia, durante el Gobierno de Hernando Siles), se fue tirando el problema por las vías diplomáticas, con la firma de más de media docena de protocolos y acuerdos y algunos intentos de arbitraje, que no prosperaron por diversas razones.
Raúl Rivero toca, con el apoyo de otros tratadistas, las causas subjetivas de la iniciación del conflicto, con la llegada al poder el hombre que predicaba “pisar fuerte en el Chaco”, el presidente Salamanca, y la inobjetable ventaja de nuestro país sobre su contendor en todos los órdenes, exceptuando la distancia entre las bases y el teatro de la guerra.
Y como causas eficientes, la mirada fija de Bolivia hacia la salida por el río Paraguay para alcanzar el océano Atlántico, ya que la salida al Pacífico se nos había cerrado con el “candado” peruano-chileno del Tratado de 1928. También se deja sentado el hecho de que el Paraguay puso los ojos en los yacimientos del “oro negro que la Standard Oil había empezado a explotar en las estribaciones de la cordillera andina, muy cerca ya del territorio en disputa.
El autor trata de no emitir contundentes juicios de valor sobre las irresponsabilidades de la preparación por parte de nuestro Ejército y el deficiente servicio del Gobierno; tampoco sobre las responsabilidades directas sobre la iniciación del conflicto, cuando rugieron los primeros cañonazos en laguna Chuquisaca, (que el Paraguay había descubierto meses antes y la llamó laguna Pitiantuta); ni sobre las rogativas de la comunidad internacional para que Bolivia devuelva los fortines tomados a los paraguayos como represalia del incidente de la laguna. El autor prefiere mostrarnos de manera sutil datos objetivos sobre el panorama global, eligiendo con escrupulosa objetividad documentos, así como apuntes y comentarios de reputados analistas e historiadores como el chileno Vergara Vicuña; el boliviano Querejazu Calvo; el norteamericano Zook o el paraguayo Seiferheld. Así, Rivero va tejiendo la narración de los hechos previos a la batalla de Boquerón. Hasta llegar a ese terrible y trágico desencuentro de dos pueblos mediterráneos, crucificados en el hinterland del subcontinente, explotados, atrasados y pobres, abusados y atropellados por sus vecinos.
Con la toma de los tres fortines paraguayos: Toledo, Corrales y Boquerón, a manera de represalia, la suerte estaba echada. Marte, el dios de la guerra, pone en línea a los astros para el inicio de la terrible calamidad que duraría tres largos años.
Los dirigentes de ambos países habían olvidado la discusión de los mejores derechos sobre el territorio disputado. Como sostiene con sabiduría Bertrand Rusell, las guerras no dan la razón a ninguna de las partes; lo que hacen es certificar quien se queda con qué territorio.
Y se produce otro fenómeno: los contendientes pasan por encima de los difíciles acuerdos y protocolos anteriores, y empiezan a pensar sólo en sus expectativas máximas. Los paraguayos convierten en doctrina la frase “ni más acá, ni más allá del Parapetí”, en el borde norte del Chaco Boreal en disputa. Y los bolivianos señalan que sus límites son la confluencia de los ríos Paraguay y Pilcomayo, en los esteros Patiño; a medio centenar de kilómetros de Asunción.
En la parte segunda, Rivero Adriázola, con habilidad y talento, da un vigoroso tono a la narración propia del cerco. Los 21 días que conmovieron a Bolivia y a América se relatan a través de las comunicaciones entre el Gobierno, el mando militar supremo y los comandantes en el terreno de batalla. Esquiva, de esta manera, la presentación de algo que pudo ser un relato complejo y meramente técnico, o el peligro de convertir en mera relación cuasi notarial de los momentos más importantes la batalla. Dota a los documentos de un nudo central musculoso con su propia relación y algunos comentarios de tratadistas, para entregar al lector una obra ágil y contundente. Tampoco acciona sus resortes de certezas, aunque es concluyente en hacer notar las desavenencias entre los centros de decisión que señalamos antes, que encontrarían después su más alto y vergonzoso nivel en el motín militar conocido “corralito” de Villamontes. Sin embargo, a juicio de este comentarista, el camino de Rivero nos conduce a indultar las graves responsabilidades del capitán general, “el metafísico del fracaso” como lo llamó Augusto Céspedes, con reflexiones más benevolentes que hacia los militares que condujeron el Ejército.
La última parte del libro son testimonios de primera mano, inéditos y publicados, de los combatientes. Son páginas plenas de emotividad. El horror de la guerra, entonces, se hace más cercano y dramático. Las heridas purulentas, el mal olor de casi un tercio de los combatientes alojados en un pahuichi convertido en enfermería, el hambre, las miserias y la sed, esa sed infinita, se presentan al lector como la maldición de la guerra. De cualquier guerra, y más aún de ésta que fue una de las más absurdas y perversas.
“Con la toma de los fortines paraguayos Toledo , Corrales y Boquerón, la suerte estaba echada. Marte marca el inicio de la guerra que duraría tres largos años. ”
*El autor es periodista.