Niños con VIH y muchos más reunidos en una familia
Paola Marasa llegó al centro de la fundación “Casa de los niños” 50 días antes de morir con tuberculosis por sida, con el único objetivo de compartir con sus dos pequeños hijos las pocas horas de vida que le quedaban.
Tenía 22 años, pesaba 34 kilos y sus niveles de defensa eran 0. Pese a ello, murió tranquila y cantando canciones de cuna. Los dos niños aún están en el centro, aunque bajo la tutela de sus tíos.
Paola es recordada así por Tania y Aristide, miembros de dos comunidades laicas, una de Bolivia y la otra de Italia, cuyos partidarios se conocieron haciendo misión de solidaridad con niños de las calles en Cochabamba y que ahora planean formar una comunidad en un terreno de cuatro hectáreas, cuya minuta de compra venta todavía no ha sido entregada por las anteriores propietarias.
En ese espacio, ubicado en la entrada a Chiquicollo, además de una ciudadela donde viven esos niños que los laicos conocieron en las calles, con sus familias, se levantó el Centro “Paola Marasa”, que cobija a niños con VIH, algunos con sus madres y otros huérfanos, incluso a una familia con dos hijos, cuyo padre se recupera después de casi haber ingresado a la fase sida (cuando la enfermedad se manifiesta), pero que ahora se recupera y es el jardinero de la ciudadela, con un buen sueldo.
También existen casos excepcionales, como el de un niño de cinco años que no tiene VIH, pero sufre de hidrocefalia y fue abandonado en el Hospital Manuel Asencio Villarroel hace un año por su madre, una trabajadora sexual. “Los funcionarios del hospital con los que siempre estamos en contacto nos rogaron que lo recibiéramos durante tan sólo dos meses, que era su término de vida”, dijo una de las encargadas.
Pasó un año desde entonces y el niño, que apenas soporta el peso de su gran cabeza, sonríe, da la mano a quienes lo saludan, intenta hablar, se sienta… Y aunque en el centro no hay preferencias entre un niño y otro, él “es el bebé de la casa”.
En 2004, el hospital les pidió su apoyo para hospedar a niños con tuberculosis, de la tribu Yuqui de Vía Recuaté (Chimoré), El servicio sigue, pese a que algunos fallecieron en el centro.
Raquelita (nombre ficticio) también acababa de salir del hospital, a donde ingresó bordeando la fase de sida. La pequeña de dos años se está recuperando e intenta lidiar con las alergias que le provocan los medicamentos antirretrovirales, vitales para su existencia.
Los niños con VIH que llegaron hasta allí se infectaron por “transmisión vertical” o por vía parenteral, es decir, durante la gestación, el parto o la lactancia. Eso sucede cuando las gestantes con VIH no se enteran de que viven con el virus y no toman en cuenta las recomendaciones médicas para evitar la transmisión a su hijo.
Por eso, los administradores del centro “Paola Marasa” afirman que todos esos casos tienen una directa relación con extremos estados de necesidad, pobreza e ignorancia. “El jardinero ni siquiera se da cuenta qué es la enfermedad. Por eso tenemos que controlarlos para que no dejen de tomar sus medicamentos”, dice una voluntaria.
Cosas de amigos
La labor de solidaridad en ese inmenso espacio de cariño comenzó sin proyecto ni planificación, fue desarrollándose a medida que se presentaban las necesidades, comentó otra de las voluntarias. “Las familias de esos niños -que se hicieron nuestros amigos en las calles- construyeron sus propias casitas y les ayudamos a conseguir trabajo y conservar un núcleo familiar, al que le hacemos seguimiento para evitar actos de violencia principalmente”.
La fundación está formada por familiares y amigos de Aristide Gazzotti y por los miembros de su parroquia de origen en Italia.