Las sociedades caprichosas

Columna
Publicado el 10/05/2022

La brusca caída de la aprobación del presidente chileno, Gabriel Boric, que en sólo dos meses de gestión llegó a menos del 30%, se presta a varias lecturas. Las más tradicionales podrían relacionarse con promesas incumplidas o demandas postergadas, pero parece muy prematuro sacar ese tipo de conclusiones en un tan corto período. 

Pero también hay otras explicaciones, tal vez más arriesgadas, que se relacionan con las expectativas de sociedades complejas y de parámetros que no sólo tienen que ver con la agenda tradicional de un gobierno en sus primeros meses. 

De hecho, algunos analistas han señalado que la mala calificación de Boric tiene que ver con que el Congreso rechazó una ley de devolución de hasta el 10% de los aportes a pensiones, la subida de precios y otros asuntos que son el denominador común global en tiempos de guerra y subida de los precios de los combustibles.

Más allá de los argumentos racionales, el joven mandatario chileno, como muchos de sus colegas de la región, enfrenta una nueva tendencia que va irrumpiendo en nuestros países: no es sólo el tránsito muy rápido de la euforia al escepticismo en comunidades cansadas de esperar, sino la multiplicidad de causas que están hoy en la base de la calificación de cualquier gestión.

Las sociedades también son impacientes y caprichosas, y se mueven entre extremos. En su búsqueda del bienestar o bienestares, según como entienda cada actor su objetivo, ya no piensan sólo desde una perspectiva partidaria. Saben que la solución a sus problemas no tiene que ver con izquierdas o derechas. 

Los millones de pobres venezolanos o los insatisfechos cubanos se parecen a los decepcionados brasileños o colombianos en que ambos quisieran vivir mejor de lo que viven, independientemente de cuál sea la filiación política de los gobiernos o el perfil generacional de sus líderes. La ideología ya no es un escudo que amortigüe las críticas y poco a poco la polarización va dejando de ser una apuesta estratégica ganadora.

No existe la “gente” en un sentido general, ni el “ciudadano”, ni las “grandes mayorías”, sino identidades menos amplias, con planteamientos, demandas y necesidades específicas e incluso contradictorias. No sólo ha quedado archivada la lucha de clases o las batallas en la arena ideológica entre pobres y ricos —aunque los haya—, sino que se ha instalado una nueva lógica de múltiples vanguardias que coinciden en algunos puntos, pero discrepan en otros, que siguen caminos diferentes y que a veces se encuentran.

Al alejarse de las polarizaciones habituales, las vanguardias desafían a los partidos, a las parcialidades, y ejercen ellas mismas una aparentemente desordenada guerra de guerrillas rutinaria. 

Los ambientalistas por un lado, las mujeres por otro, la comunidad LGBT, los animalistas por el suyo, las personas con capacidades especiales, los jubilados y hasta los ciclistas por su ruta, además de los grupos y movimientos que sobreviven en un escenario drásticamente transformado, configuran una nueva realidad que no puede ser considerada desde la vieja política.

No es propiamente una batalla por el poder en el sentido que asumía antes, sino la lucha cotidiana por sustentar una posición y ganar un espacio. Y en estos nuevos caminos, las alianzas o complicidades suelen ser accidentales más que permanentes y la evaluación de los gobiernos —locales y nacionales— varía según la procedencia de la mirada.

En un contexto de esas características, las convenciones o asambleas responsables de realizar cambios de fondo en el ordenamiento constitucional difícilmente dan respuesta a todas las inquietudes. Introducir cierto orden en el caos de las demandas acumuladas no es tarea sencilla e implica el riesgo obvio de que por atender a unos otros queden insatisfechos.

¿La política continúa siendo importante? No como un direccionamiento o la imposición de una mayoría, sino como un eventual punto de encuentro de las aspiraciones diversas. Las organizaciones y movimientos —no los partidos, porque como su nombre lo indica suponen la existencia de una parte que hace tiempo se fragmentó— necesitan ser vehículos de causas múltiples, verdaderas arcas que alberguen a “especies” diferentes, que a su vez evalúan la conducción de los Noé temporales, desde los límites de sus miradas particulares.

Tal vez por eso, incluso más que en épocas heroicas, los muros, las redes y otros espacios se convierten en los principales canales de expresión. El “insurrecto” no sólo escribe sus proclamas en las paredes, sino que vive el activismo de su causa sin ataduras. 

En ese sentido la distancia o desinterés de las nuevas generaciones con la política no significa que hayan arriado sus banderas o que se haya debilitado la democracia. Por el contrario, lo que ha ocurrido es que nadie quiere transferir a otro la responsabilidad de luchar por su “causa”, porque tiene razones históricas que han alimentado una y otra vez su desconfianza. 

Las calles de Santiago y otras ciudades chilenas fueron hace tres años el escenario elegido de una rebelión contra el disimulo de las necesidades y las demandas, de ruptura con las instancias de mediación tradicional, demasiado acartonadas como para canalizar el espíritu de una generación que las supera.

Hijo de la protesta “caótica”, Boric experimenta ahora las consecuencias de ese desorden. La responsabilidad tropieza con las aspiraciones de quienes han escuchado durante mucho tiempo el discurso de la paciencia, donde el ahora pesa mucho más que el mañana y se hace cada vez más difícil definir “una agenda” que resuma todas las “agendas”.

Los líderes ya no pueden aspirar a ser caudillos. Son intermediarios “desechables”. Hoy gozan de respaldo, pero mañana pueden perderlo. Intocables antes, los tiempos gubernamentales no están asegurados. Incluso Boric, con inteligencia, ha asegurado que estaría de acuerdo en que la Convención Constitucional discuta un acortamiento de su mandato, porque eso significa “ceder poder y no aferrarse a él”. 

No es necesariamente un nuevo orden el que asoma, aunque las lecciones que deja el caso chileno deben ser tomadas muy en cuenta. Algo está cambiando aceleradamente en nuestras comunidades y las respuestas todavía van lentas.

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