El Estado ogro, el poder corruptor y la libertad
Me quedo con una frase del escritor y humorista español, Jaume Perich: “Gracias a la libertad de expresión hoy ya es posible decir que un gobernante es un inútil sin que nos pase nada. Al gobernante tampoco”.
Esa es una ácida y delicada forma de definir al mandamás y su manera de hacer creer en un futuro mejor a fuerza de herir libertades e inventar historias con final feliz. Sin embargo y pese a que los gobernantes están menos expuestos a que les sucedan cosas, aún persiste el riesgo constante de que a los gobernados les llueva meteoritos, los desaparezcan, los torturen o los destierren.
Poder y Estado, o poder político, suena a una dicotomía sospechosa, pero también a ingredientes ineludibles para definir cierto orden social.
El escritor mexicano, Octavio Paz, fue uno de los que con más profundidad escribió sobre esta dualidad. Sin embargo, uno de los temas incomprendidos en el tiempo que le tocó vivir a Paz fue el de ser un hombre temprano, atemporal. Sus reflexiones cruzaban las barreras del tiempo histórico, social y político. El mismo Octavio Paz distinguía cómo esos elementos casi demoníacos se convertían en sus verdugos más implacable.
En “El arco y la lira”, Paz examina una suerte de combinación contradictoria entre poesía, sociedad y Estado. “Ningún prejuicio más pernicioso y bárbaro que el de atribuir al Estado poderes en la esfera de la creación artística”. En este capítulo se intenta establecer la terrible función del Estado como un atomizador de las sociedades. Un poder que no intenta salvar las necesidades de los pueblos, sino salvar su propio entorno, su propio pellejo, utilizando para esto sus tentáculos que asfixian lentamente el devenir.
El poder político es estéril, dice, porque su esencia consiste en la dominación de los hombres.
En esa labor infatigable por acumular control y dominio, el Estado pretende refrescar el poder, ¡su poder! con un discurso disfrazado y seudo democrático, valiéndose para ello de dádivas, prebenda y por “consanguinidad”, corrupción y podredumbre.
En efecto, el afán del Estado es fundamentalmente afanar protagonismo, extraer réditos políticos para dividirlos entre sus secuaces y multiplicarlos por esos intereses perniciosos y bárbaros.
El pensamiento atemporal de Paz del siglo XX hoy nos da razones irrefutables para comprender que este siglo XXI atormentado no es nada más que la puesta en escena de un guion tragicómico teorizado por Paz. En estos tiempos en los que importa poco la ética y la decencia, las libertadas y las luchas por defender la democracia, la palabra de Octavio Paz está más presente que nunca y es, justamente en estos escenarios, en los que sus detractores de ese tiempo y los de ahora, cotejan con asombro una realidad incuestionable.
En “El ogro filantrópico”, Paz, advierte que el poder central no reside en el capitalismo privado ni en las uniones sindicales ni en los partidos políticos, sino en el Estado. Ese ogro que juega con sus máscaras más temibles: golpe y filantropía. Asumiendo una conducta paternalista, protectora que no tiene otra intención más que la de dormirse abrazado a su botín. El poder para dominar y oprimir cuando le dé la gana.
El gran criminal del siglo XX, decía el autor de “Cuadrivio”, es el Estado, sobre todo en los países en los que este posee la propiedad de los medios de producción, de la ideología y, por ende, de los productos del trabajo y de las almas de sus habitantes.
El Estado es el filántropo que extiende la mano dadivosa al pueblo, esa mano que lava a la otra y las de los que lo adulan. ‘Es la máquina que crece y se reproduce sin parar, con la venia de unos y la ceguera de muchos’.
Pero también es el ogro que define qué decir y hacer. Es el que lo controla todo, lo filtra todo. Es un acaparador de voluntades y de actos. Pone y quita, manda a callar. Lo pudre todo, lo corrompe y lo desintegra. El ogro de este siglo XXI es de una sola cabeza, no precisa más, sin embargo, se vale de otras para desterrar las libertades y las intimidades de sus habitantes.
¿Ogros filantrópicos? ¡Sí!: Venezuela, Colombia, Nicaragua, Cuba, Bolivia, Argentina, son ejemplos reales y presentes. Son paradigmas didácticos para entender cómo es posible transformar la cohesión social en desigualdades y en injusticias, cómo es factible hacer que un país se vaya convirtiendo en una comunidad autista y silenciosa que todo lo acepta y lo acoge a fuerza de la filantropía grotesca del Estado y su poder.
“El populismo es la democracia de los ignorantes. A veces sirve para sublevar contra problemas reales, pero no para solucionarlos. Busca revancha, pero no reforma”, sentencia el filósofo y escritor español, Fernando Savater.
Siempre consideré que las causas justificadas para que el populismo se robustezca como un fenómeno político engañoso en Latinoamérica, son el desgaste sistemático en las formas de gobierno que institucionalizaron feudos políticos en capas sociales poderosas. Los sistemas de partidos y acuerdos en pos de la gobernabilidad, funcionaron, pero cobijaron en su esencia un monopolio casi absoluto que se encargó de limar las bases de coparticipación de sus sociedades. Se convirtieron en un hoy por ti y mañana por mí, turnos de poder que no dejaban trecho libre de nepotismo. La partidocracia fue minando la democracia, los partidos tradicionales se envejecieron de forma y de fondo.
Al final, todo eso desencadenó en rebeliones y hartazgos de sus ciudadanos que pedían a gritos un cambio taxativo, sin importar la forma democrática o de facto.
El autor es comunicador social.
Columnas de RUDDY ORELLANA V.