“Estos son mis principios; si no les gustan, tengo otros”
La frase que da título a esta columna se la atribuye al gran Groucho Marx, no se sabe exactamente si la dijo, pero personalmente quiero creer que él fue el autor de tan brillante máxima, y la defenderé contra viento y marea.
Ya me imagino a Groucho; puro en mano, cejas pobladas, bigote rectangular, ojos bien abiertos y lentes diminutos, en plena negociación política: “Camaradas del partido y la oposición; como les dije, estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo otros. La decisión es vuestra”.
Es una frase sabia y profundamente atemporal, es válida aquí o en la Conchinchina, sobre todo si se acomoda con total facilidad a la diversa fauna politiquera de nuestros tiempos.
Marxista como soy, me place traerla a cuento para describir lo que ha pasado y sigue pasando desde hace mucho tiempo en nuestro país. Hay motivos para hacerlo, porque el tráfico de valores se ha normalizado tanto que los principios éticos, morales y culturales, en esta época, ya tiene una gran paleta de colores.
¡Pero entremos en materia!
Identidad cultural es la reunión de distintivos propios de una sociedad que, a través de manifestaciones, complejas y variadas, permiten a sus individuos identificarse como miembros de ese colectivo. Simultáneamente, también está presente la diferenciación de otros grupos culturales que, sin duda, forman parte de un todo. La identidad cultural debe servir para cohesionar, incluir y corresponsabilizar. No excluye, ni define posiciones sociales. Integra, abraza a los individuos y propicia un sentido de pertenencia, de arraigo hacia esencias fundamentales: igualdad, equivalencia, respeto.
La identidad cultural está ligada a diversos aspectos de una sociedad. Desde su lengua, sus creencias, sus tradiciones, costumbres y un sistema de valores que serás los hilos conductores de la pervivencia armónica, ética, moral y apego a lo legal de ese universo social.
La identidad cultural no es un concepto estático, es dinámico. Está sujeta a una constante evolución y a una correlación de nuevas realidades históricas que, sin duda, dinamizan su naturaleza y la hacen más diversa.
Nuestra identidad contempla una diversidad que nos hace particulares, mas no excepcionales.
Siguiendo la línea de identidad cultural, en Bolivia, la dualidad es un elemento unificador. Semejante al eterno retorno de lo idéntico. Lo cíclico se convierte en una ley. ¡Todo fue! ¡Todo es idéntico! ¡Todo vuelve a suceder! Esta es una sentencia que, como una espada de Damocles pende de las vigas del tiempo y del espacio. Tiempo y espacio son, desde una unidad vigorosa, un Taypi inescrutable que perviven, en armonía cíclica, en esa que se va construyendo a base de encuentros y desencuentros.
Esta circularidad en el tiempo y el espacio que también es un Taypi andino, es sabia y cíclica. Los aymaras más contemporáneos traducen esa dualidad de tiempo y espacio como algo más que una conjunción. ¡Es el cosmos!
Existe un pasado, un presente y un futuro. El nayra pacha, el jichha pacha y el jutiri pacha o qhipa pacha. Entre estas tres temporalidades están nuestros actos, lo que el hombre hace, dice y vuelve a hacer. Y lo que se hizo, se dijo y se volverá a hacer, tendrá consecuencias graves en ese devenir del eterno retorno.
Los principales articuladores que promueven un bienestar social en esa circularidad son la ética y la moral. Mandatos supremos que están sujetos a una educación aprendida, a una sabiduría que se corresponde con el Ayni, esta, interpretada como un conjunto de acciones, pensamientos y sentimientos. La reciprocidad del Ayni es de ida y de vuelta: dar y recibir, decir y escuchar, respetar y ser respetado. A todo esto, precede una condición insoslayable, la ética como mediadora y determinante entre la armonía y el caos.
Hoy, más que nunca, es necesario reivindicar esos mandatos. Los de ahora se confunden en medio del autoritarismo, la deslealtad y el irrespeto. Se ha producido una ruptura de valores éticos y morales. Ese Ayni recíproco ha sido condenado al servilismo. Los 14 años de gobierno de Morales han servido para desgastar paulatinamente todo comportamiento ético, moral y de convivencia.
Desde hace 16 años no sólo se ha logrado imponer la voluntad suprema del caudillo como único recurso, sino también se ha institucionalizado la banalización de los valores fundamentales de una sociedad. Se ha masificado la corrupción como forma natural de convivencia y se la ha convertido en ‘moneda’ diaria de transacción.
Se han fracturado por completo los cimientos de la ética como piedra fundamental de la justicia, la democracia y la equidad.
El mandato evista del no pasa nada y “yo le meto nomás”, se ha constituido en regla de oro. “El, no es para tanto”. “No exageren”. “Todo está bien”. Son frases que de una forma subyacente incitan al delito, a la transgresión, a seguir metiendo mano sin reparo, a continuar delinquiendo sin pena ni preocupación, con la seguridad de que alguien del gobierno saldrá a justificar e interpretar esas fechorías. ¿Quién dijo delito? ¡Pamplinas! ¡Aquí no pasa nada! Todo está maravillosamente bien. “No exageren”.
En la era del masismo, la mentira se ha institucionalizado, punza como ‘filo de maguey’. Ha tenido que aprender a coexistir con la verdad, y pretende vencer.
Es vivificada por una ética mínima e “indolora”, es lenta, maligna y recorre la integridad como un torrente que contamina. Quizás, a fuerza de tantas mentiras creadas y difundidas desde hace 16 años, nos estemos aproximando al estado ideal de los indecentes, hacer que sus discursos y sus acciones, por fin, consigan deshacerse del fantasma de la verdad. Pero el hombre, como ese personaje del fabulista francés, Jean de La Fontaine, es “hielo para la verdad y fuego para la mentira”.
Cuando un presidente pierde credibilidad, apoyo, respeto, ética y transparencia, la democracia no le sirve para seguir gobernando, porque sencillamente estaría fuera en un santiamén. Entonces es necesario imponer la fuerza y los deseos del mandamás, activar sus mecanismos represores, control social e imponer sus leyes para amordazar e intimidar a su pueblo.
Si pierdo en democracia, debo ganar de facto imponiendo mi caprichosa voluntad, diría un dictador en ciernes.
Evo Morales siempre subvirtió el pensamiento lógico y racional, desintegró la institucionalidad democrática. Desordenó los procedimientos y los acomodó a su autoridad. su figura presidencialista condenó al peligro latente de entronización.
Y así será, eso está sellado y sacramentado en ‘los mandamientos’ del MAS que fueron trabajados sistemáticamente desde que Evo asumió la presidencia y refrendados constantemente por ese “pueblo” y sus elites de poder que convierten lo ilícito en lícito.
Morales transgredió los principios elementales de la comunidad, dio la espalda a quienes creyeron en su palabra, en esa que no se rubrica, sino que se cree, porque se supone que se está frente al igual.
Ha perdido todo respeto por el otro, por el que disiente, por el que trata de tener un carácter autónomo, una identidad y una personalidad. La circularidad en comunidad es vigorosa, contempla el pasado, presente y futuro. Todo lo que se haya hecho de viene en un futuro, en una consecuencia ineludible.
Si la identidad cultural está ligada a un sistema de valores, tras 14 años y más de evomasismo corrupto y sin moral, desde hace mucho ya se ha ingresado a un desgaste sistemático de la convivencia regida por normas y ética, donde el afán de banalizar la impostura y el delito ha convertido a buena parte de nuestra sociedad en un modo de vida, de ser gobernados y de convivir con su semejante. Esto, sin duda, desorbita por completo la validez de la justicia, de la reciprocidad y el respeto. Se replica con fuerza en ese individuo que agrede constantemente, que mete mano, que comete feminicidio, que amenaza al oponente, que se corrompe, que delinque, y que está dispuesto a todo porque sabe que su desfachatez tiene un blindaje oficial que socapa e interpreta como una anécdota.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.