La última huella de Van Gogh
Es bueno seguir el camino de los grandes. Aunque no se pueda calzar la dimensión de sus huellas, en el itinerario se aprende a apreciar lo que fueron en vida y su aporte a los que vinieron más tarde.
Un moderno tren me lleva a Auvers-sur-Oise, a apenas 33 kilómetros de París, un pueblito de 6.813 habitantes (en 2019), donde Vincent van Gogh vivió sus últimas nueve semanas de vida, y donde está enterrado al lado de su hermano Theo.
Allí hizo el gesto más dramático de su vida: el 26 de julio de 1990 se disparó un balazo en el pecho, que lo mató tres días más tarde, el 29 de julio de 1990 en su habitación del albergue Ravoux (aunque hay otra teoría: unos muchachos lo habrían herido accidentalmente). Murió no sin antes regalarnos más de 70 obras realizadas en esta etapa final en Auvers, algunas tan famosas como la iglesia del pueblo, el retrato del Dr. Gachet, las gradas que suben de la calle Sansonne a la calle Daubigny, pintadas en junio de 1890, y los campos de trigo sobrevolados por cuervos negros, que fue su último cuadro, claro presagio de su propio fin.
Me ha fascinado hacer el mismo trayecto que hizo van Gogh cuando llegó en tren a la estación de Chaponval en 1890, inaugurada cuatro años antes de su llegada. Vincent no terminaba de salir de una depresión muy fuerte durante su estadía en Arles, y fue invitado por el doctor Gachet (amigo de su hermano Theo) para someterse a un tratamiento terapéutico. Las locomotoras ya no son de vapor, como la que arrastraba el tren en el que llegó van Gogh, pero una vez en el pueblito de Auvers-sur-Oise el entorno parece haberse congelado, como si los cuadros del maestro holandés hubieran detenido el tiempo durante 132 años.
La ventaja del invierno que me toca es que las estrechas calles de Auvers están desiertas, uno siente sus propios pasos al caminarlas. El río Oise corre serenamente y se puede recorrer su orilla por un sendero donde abunda la vegetación y algunas casas señoriales. La reflexión que siempre me hago cuando camino junto a los ríos europeos, es su limpieza y su hermosa integración al paisaje urbano.
Nunca entenderé cómo hemos dejado que nuestros ríos se hayan convertido en cloacas al atravesar las ciudades.
De la pequeña estación de trenes a la emblemática iglesia de Nuestra Señora de la Asunción hay apenas 250 metros de distancia, en cinco minutos está uno frente al cuadro icónico de van Gogh, nada ha cambiado en más de un siglo, como se puede ver poniendo lado a lado la pintura y la foto que tomé en diciembre de 2022. La luz invernal estaba perfecta, aunque van Gogh pintó en el verano.
En el albergue Ravoux, donde permaneció durante su estadía y donde murió a los 37 años de edad, solo se exhibe una placa en mármol que resume la última etapa de su vida: “El pintor Vincent Van Gogh vivió en esta casa y murió aquí el 29 de julio de 1890”. Entre el 20 de mayo y la fecha de su muerte pintó frenéticamente como si hubiese ya tomado la determinación de quitarse la vida.
Algo extraordinario en Van Gogh es la intensidad con la que vivió y pintó. En apenas 10 años de trabajo artístico realizó alrededor de 900 cuadros y 1.600 dibujos. Algunas de las obras con mayor valor monetario de la historia son suyas, aunque vendió muy pocas en vida. Empezó relativamente tarde, a sus 27 años, como si la pintura fuera a la vez refugio, exorcismo y terapia. ¿Qué hubiera producido de haber vivido diez o veinte años más?
De la iglesia o del albergue, Van Gogh no tardaba más de cinco minutos, a paso lento, para llegar a los campos de trigo donde solía pasar el día con su caballete y su caja de pinturas. Hoy es igual. Me maravilla constatar que todo ha sido conservado de manera que el visitante se sienta transportado en el tiempo. Un estrecho sendero entre altos árboles lleva a los campos de trigo y al cementerio donde se encuentra, junto al muro perimetral, la tumba de Vincent y la de su hermano, lado a lado, como Theo quiso que fuera. Las dos lápidas son sencillas, de piedra, sin ninguna cruz o símbolo religioso.
Solamente se lee “Ici repose Vicent van Gogh 1853-1890” y lo mismo la de Theo, con las fechas correspondientes: “1857-1891”. Plantas y flores amarillas cubren las tumbas de ambos. Desde el cementerio se divisa la torre de la iglesia.
El cementerio se encontraba originalmente en un reducido espacio al sur de la iglesia, pero en 1858 se estableció en su actual localización. Las tumbas antiguas, entre ellas la de Vincent, fueron trasladadas en 1875, y la de Theo en 1914. Es notorio el contraste entre las sobrias lápidas de piedra de los hermanos van Gogh y el mármol de diversos tonos y texturas que abunda en el resto del cementerio. Al igual que miles de cementerios en Francia, hay un sector especial donde están las tumbas de los caídos durante la primera y la segunda guerra mundial: “Morts pour la France”. No por nada la avenida principal del pueblo lleva ahora el nombre del General de Gaulle, como sucede en toda Francia.
Otros artistas paisajistas, sobre todo impresionistas, solían llegar a pintar a Auvers-sur-Oise: Paul Cézanne, Camille Corot, Charles-François Daubigny y Camille Pissarro, pero ninguno salvo Daubigny, dejó aquí la huella como lo hizo Vincent van Gogh.
En Auvers hay un museo dedicado a la historia de la absenta (ajenjo), bebida de hierbas con alto contenido de alcohol, a la que se le atribuían propiedades adictivas que causaban delirios, alucinaciones y demencia, por lo que fue prohibida en 1915. Se ha dicho que van Gogh era adicto a ella y que se cortó la oreja izquierda (no solo el lóbulo, como se creyó durante algún tiempo) durante una discusión con su amigo Gauguin en Arles. Hizo dos autorretratos mirándose en un espejo, por lo que parecería que la oreja mutilada era la derecha.
Me voy de Auvers-sur-Oise cuando cae la noche invernal, luego de comer una blanquette de veau en el restaurante Le chemin des peintres (El camino de los pintores). En el tren de regreso se mezclan emociones, impresiones y reflexiones. Este tipo de paseos le devuelven a uno la confianza en la creatividad y en la vida misma. La grandeza de ciertos seres humanos compensa la mediocridad y pequeñez de la mayoría encerrada en la mezquina cotidianeidad.