La reelección del pasado

Columna
Publicado el 12/10/2021

La reelección es la herida abierta en la historia democrática de casi 40 años en Bolivia. Lo que en otros países es una rutina aceptada y compartida por todos, y que no afecta en lo más mínimo la estabilidad política, en el nuestro se convirtió en una de las principales amenazas y en un factor de confrontación cuya secuela se vive hasta ahora.

En sus 39 años de vigencia, la democracia boliviana pasó por varios momentos críticos y en todos los casos pudo salir adelante por los cauces constitucionales. En momentos de estallido social, como en abril u octubre del año 2000, la prudencia y el diálogo impidieron no solo la renuncia anticipada de un presidente —Hugo Banzer estuvo a un paso de irse en plena Guerra del Agua—, sino también el desborde de la violencia.

Aunque no fue una reelección propiamente, la forzada victoria de Gonzalo Sánchez de Lozada en 2002, un candidato que tenía en contra a casi el 80% de la población y que gracias a una muy bien calculada estrategia de demolición política del adversario principal pudo acceder a la presidencia con poco más del 20% de los votos, fue el detonante de un período de inestabilidad e incertidumbre.

Sánchez de Lozada tenía el derecho a ser candidato, pero a un costo demasiado alto para el país, que se reflejaría luego en los episodios de violencia de febrero de 2003 y en el desenlace cruento de octubre de ese año que determinó la apurada salida y posterior exilio de un presidente que no pudo gobernar.

En medio de la turbulencia social y ante la posibilidad inminente de una toma popular del poder, el Congreso de entonces sesionó de prisa para acelerar la sucesión constitucional que recayó en el vicepresidente Carlos Mesa.

Si bien la correlación de fuerzas políticas no mostraba cambios por la continuidad del Congreso elegido en 2002, era obvio que tanto el Ejecutivo como el Legislativo eran dos naves a la deriva, divorciadas de la brújula social y desorientadas en un país que se movía en una dirección inesperada de cambio.

Sin respaldo, el sistema político de entonces se dirigía hacia un naufragio inevitable. Acaso con la mejor voluntad, pero sin ninguna fuerza, Carlos Mesa buscó ser el timonel del cambio de rumbo, pero apenas pudo llegar al siguiente puerto y buscar el auxilio de una salida constitucional, que en realidad fue el acelerador de los tiempos políticos para llegar a la elección anticipada de 2005.

Fue el fin de un período de la historia democrática y representó también el agotamiento de un discurso donde conceptos como los de mercado, estabilidad, globalización y gobernabilidad —entendida como el acuerdo entre partidos de similar ideología— dejaron de tener la relevancia y el impacto que, durante largos años, habían prevalecido en la narrativa de las organizaciones y líderes que respondían o sostenían ese enfoque tradicional.

La elección de 2005 fue exactamente eso: al sistema solo le quedaba el miedo como argumento de campaña (miedo a la refundación, a una nueva manera de manejar la economía, al cambio constitucional, a la renovación de los protagonistas, en suma, al desplazamiento de una elite cuyo ciclo se había terminado), mientras que el otro extremo era el de las nuevas palabras o de viejas palabras que habían adquirido un significado diferente.

En todo caso, la idea era perder el miedo y hacer lo que a los otros les parecía una osadía: revolución, nacionalización, independencia, inclusión, cambio radical de la Constitución, etc., todo bajo una consigna aglutinadora de gran eficacia: ahora nos toca.

Jorge Tuto Quiroga puso la cara nueva, pero con un discurso envejecido y Evo Morales aportó el rostro indígena con una seductora narrativa de ruptura. Mientras que el líder de Podemos reivindicaba un pasado de autoridad, estabilidad, de prudencia económica y de “responsabilidad política”, con algún maquillaje de ideas aparentemente audaces, Evo Morales proponía el quiebre definitivo que, en última instancia, más del 55% de los votantes respaldó en los comicios de 2005, incluidos aquellos que no comulgaban con las ideas de “izquierda”, pero que ya no querían “más de lo mismo”.

Si algo demuestra la historia es que las palabras y sus significados no son definitivos, ni una camisa de fuerza a la que deban someterse las sociedades. El problema de los caudillos es precisamente el de creer que lo que tenía sentido ayer, lo va a seguir teniendo siempre o, peor, que los discursos valen por quien los pronuncia y no por lo que dicen realmente.

La revolución de principios del siglo XX no es la misma que la de fines de la década de los años 60 o la de la transición de fines de los 80, cuando, tras el derrumbe del muro de Berlín, el mundo parecía encaminarse a un período de paz, prosperidad y hegemonía ideológica del extremo sobreviviente de la Guerra Fría.

Los significados de las palabras envejecen al influjo de un contexto que subvierte sus sentidos y la política también está hecha de palabras sometidas a la tiranía del tiempo. Por eso, creer que se tiene la posibilidad de oponerse o rechazar las resignificaciones desde el ejercicio del poder, es algo que conduce a la imposición, al autoritarismo y en última instancia a ahondar la brecha que se abre entre la política y la gente.

Al nuevo discurso político que es resultado del protagonismo de nuevos actores sociales, con reivindicaciones que trascienden la polarización ideológica de izquierda o derecha —que viene de un mundo ya extinto—, no ha correspondido un proyecto renovado y liderazgos alternativos. Por el contrario, la democracia boliviana —no es la única— parecería haberse estancado en una polarización que dificulta las salidas y agudiza los conflictos.

A la luz de estas consideraciones, la reelección como figura constitucional se convirtió no solo en el dique de contención que impidió el tránsito hacia nuevas ideas o propuestas que puedan nutrir el porvenir democrático, sino en la causa de las tensiones que se viven desde que Gonzalo Sánchez de Lozada en 2002 y Evo Morales en 2016 y 2019, intentaron, cada uno desde su particular manera de concebir el poder, oponerse a la vigencia de significaciones renovadas.

El gobierno de Arce, como lo fue el de Mesa después de la renuncia de Sánchez de Lozada, es esencialmente débil, porque más allá de contar con mayoría parlamentaria y control absoluto de los factores de poder, no descifra las nuevas tendencias y no procesa el rechazo mayoritario a las visiones autoritarias e intolerantes que predominaron durante los últimos 14 años.

Hace días conmemoramos los 39 años de la instauración de la democracia en Bolivia. Fue un momento de preocupación más que de celebración, entre otras cosas porque, lamentablemente, se produjo una reelección de ideas superadas que mantiene vigente un escenario de confrontación e impide un indispensable refrescamiento de la democracia con iniciativas y protagonistas diferentes.

 

El autor es periodista y analista

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