Muertos vivientes
Leí un artículo firmado por Josh Nonnenmocher. Narraba que en una estación de metro de Washington D.C., un violinista tocó magistrales composiciones de Bach por 45 minutos. Sólo seis personas, de miles que pasaron, se detuvieron a escuchar. Otras más, se limitaron a tirarle monedas, pero sin mayor cuidado. Y los niños, más predispuestos a dejarse llevar por el sublime sonido, fueron jalados implacablemente por sus afligidos y veloces progenitores.
Resultó que el violinista ambulante era Joshua Bell, uno de los músicos más talentosos del mundo. Dos días antes, el prodigioso artista había llenado un teatro en un caro concierto, según indica el artículo. La interpretación de Bell en la estación de metro fue parte de un experimento organizado por el Washington Post para indagar sobre las prioridades de la gente y, sea real o metafórico, dio claras luces de por dónde andamos y hacia dónde vamos en el vertiginoso vaivén de la “civilización”.
Aristóteles decía que hay distintas formas de conocer el mundo, pero una única manera de obtener la sabiduría: lo que denominó “contemplación”. La contemplación no es otra cosa que observar el universo por el simple goce que otorga lo precioso de sus manifestaciones, y así permitir la generación de preguntas tan vitales y básicas que dieron origen a la filosofía. Pero además la contemplación forja asombro y ello descubre una sensación de éxtasis que para Aristóteles era la verdadera felicidad, aquella entregada por la sabiduría.
Así, el darse lugar para oír a los pájaros o admirar los colores de una mariquita, extasiarse con un atardecer o sentir la lluvia golpeando el rostro, no fue concebido siempre tan “ocioso”. Tampoco lo sería el concederse tiempo para detenerse y escuchar en una estación de metro a un violinista tocando Bach.
La cuestión es comprender desde cuándo nos volvimos tan sordos y ciegos a la vida, como si nos hubiera sido conferida la inmortalidad y nos sobrara el tiempo para aprovecharla.
Tendrá que ver, por un lado, una “ética protestante” totalmente sobredimensionada que centra en el trabajo “duro” cualquier sentido que se le puede dar a la existencia. Aquel trabajo mecánico, rutinario y agotador tan funcional a los sistemas de dominación, donde pierden valor las personas y lo adquieren las mercancías. También, aportará la lógica abrahámica del “sufrimiento” y “sacrificio” cual garantía de una “salvación” futura que no sabemos si sucederá.
La paradoja es que los griegos de la antigüedad podían darse el lujo del “ocio” (por tanto de la contemplación), a costa de esclavos. Hoy que después de mucha lucha, sudor y sangre nos vamos ganando sistemas políticos en los cuales la libertad dice consagrarse como el primero de los derechos, ocurre el contrasentido de que no hay tiempo suficiente para el disfrute de la vida, ni en los que acumulan, ni en los que trabajan, a no ser en contados y cronometrados espacios.
Los unos están sumergidos en un mar de odios, ambiciones, competencias, guerras mezquinas y envidias. Y aunque rodeados de inmuebles, joyas o colección de coches, tampoco aprecian las cosas más elementales y bellas de la vida que no tienen valor monetario. ¿Cuánto cuesta contemplar un brote de hierba en cualquier rincón?
Los otros están condenados al encierro de la sobrevivencia propia y la de los suyos y “se va la vida, se va al agujero, como la mugre en el lavadero”, como dice la canción de León Chávez Teixeiro. Por cierto, qué mejor homenaje, descripción y alerta para las mujeres que esos versos, a propósito del 8 de marzo.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA