Poder y suicidio
¿Qué fuerza extraña puede llevar a una persona a destruir su vida en sacrificio en el altar del poder político ya perdido? El suicido del expresidente peruano Alan García, en medio del escándalo de corrupción de Odebrecht, ha mostrado nuevamente la devastación personal que puede dejar el paso por el poder político, cuando el tiempo se agota y la función pública, efímera como es, deja desnudo al personaje, cuya vida inevitablemente entra en los archivos de la historia.
Getulio Vargas, en Brasil, gobernó 19 años y en el ocaso de su gestión, asumiendo que dejar el poder era una derrota, un vejamen, un ridículo, decidió darse un balazo en el corazón antes que dejar el gobierno para no pasar por la “humillación” de convertirse en un ciudadano más. Dejó una carta póstuma plagada de grandilocuencias del ego: “…cada gota de mi sangre será una llama inmortal en vuestra conciencia que mantendrá sagrada vibración para vuestra resistencia”. Su inmolación se difuminó de la memoria colectiva con la rapidez de los cambios políticos.
Los vericuetos insospechados del cerebro humano, al parecer, generan una realidad paralela en el imaginario del político suicida en la etapa de la decadencia de su poder. Entonces, el miedo a perder lo obtenido desata una tormenta mental en la cual se siente amenazado por adversarios, que según su visión, tratarán de destruirlo. Se siente todopoderoso, pero a la vez frágil y amenazado, conflicto interno que puede derivar como en los casos citados, en el epílogo supuestamente de autoglorificación del sacrificio suicida.
La cosmogonía griega asumía la existencia de equilibrios divinos que separaban a los dioses del hombre, a quien en determinada condición temporal de ejercer el poder terrenal desafiaba con arrogancia ese equilibrio para satisfacer su vanidad y ambición, pretendiendo ser como un dios, se le denominaba hibris o hubris. Entonces, los cielos disponían que actué la diosa Némesis, quien era la deidad encargada de castigar a los arrogantes para reestablecer los equilibrios.
David Owen, político británico y neurólogo, en su libro La enfermedad del Poder, describe esa arrogancia como un problema que puede afectar a algunos políticos, llegándose a definir como el síndrome hubris-némesis, describiendo la patología como el proceso que va desde la megalomanía (hubris) a la paranoia (némesis). Adolf Hitler debe ser el caso más extremo de este síndrome.
Sin embargo, el poder político es una necesidad humana. Esos viejos equilibrios de la visión mítica de los griegos son reconocidos por la ciencia política como los mecanismos por los cuales la sociedad obtiene también los equilibrios sociales, no en vano es Aristóteles quien define las tres formas típicas del poder: el poder del padre sobre el hijo, el del patrón sobre el esclavo y del gobernante sobre el gobernado. En los tres casos el poder ejercido genera el buen o mal gobierno, medible únicamente por el concepto de “bien común”. La alteración de estas formas de poder puede degenerar, cuando el padre cree ser patrón de los hijos o el gobernante padre de los gobernados, ruptura del equilibrio generada por hubris que pondrá en acción a Némesis en su afán, una vez más, de reordenar esas relaciones para restaurar el equilibrio.
El autor es abogado
Columnas de JORGE ERNESTO IBÁÑEZ