¡Fervor de Cochabamba!
“(...) No puede ser. Esta ciudad es de mentira. No puede ser que las brujas sonrían a quemarropa y que mi insomnio cruja como un hueso y el subjefe y el jefe de policía lloren como un sauce y un cocodrilo, respectivamente, no puede ser que yo esté corrigiendo las pruebas de mi propio elogiosísimo obituario y la ambulancia avance sin hacerse notar y las campanas suenen sólo como campanas.
No puede ser. Esta ciudad es de mentira. O es de verdad y entonces está bien que me encierren”.
Le arrebato, de las sienes, a Mario Benedetti este fragmento poético que en esencia es un pasado y un presente, un reclamo y una complicidad, necesidad y saciedad, existencia y ausencia. Así, como lo es para mí esta ciudad en la que habito, desde cuando supe que los atardeceres septembrinos con vientos delicados y lluvias cortas, traían aromas a flores, a árboles desprendiendo sus esencias, a tierra mojada. Campanillas de primavera que las posaba en mi puño y las reventaba para ver cómo teñían de morado mis manos. O afanado, corriendo tras “cortapelos”, cortando mi voluntad y haciéndome caer en la cuenta de que jamás los atraparía, mientras sus alas se mofaban de mi frustración.
Y así, con esa parsimonia y voluntad lánguida, llegamos al mes de septiembre casi en las mismas condiciones de hace dos lustros. Lustrando opacidades que jamás lograrán su brillo y aporcando con paciencia y salivita los nabos sembrados sobre nuestras espaldas que, siendo optimistas, crecerán un par de milímetro cada año.
Esa ciudad de verdad, que transitaba junto a mí como una sombra perpetua, o que yo caminaba junto a ella: libre, de una sola pieza, natural, ya no es más la misma, algo, ¿o mucho? de su figura se ha transformado, su luz se va consumiendo y con ella, su comunidad también se va desfigurado. ¡Ha dejado atrás esencias fundamentales!
La ciudad, decía Octavio Paz, representa los dos polos de la existencia moderna: el momento de la colectividad y el de la soledad más intensa.
A la colectividad le atribuyo taras y desasosiegos. Es la que, con mucho, contribuye para que la esencia de una ciudad se marchite, se anquilose o se reinvente. En Cochabamba, ya pocas flores, aromas, composturas y lisuras duran menos que un suspiro, o simplemente se esfuman. Son las soledades más intensas.
Hay “Ausencia”, de esa que Borges nos narra desde la memoria y el recuerdo.
“Habré de levantar la vasta vida que aún ahora es tu espejo: cada mañana habré de reconstruirla. Desde que te alejaste, cuántos lugares se han tornado vanos y sin sentido, iguales a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen, músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo, yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada? Tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta, el mar al que se hunde”.
En Cochabamba, la mala educación, la soberbia y la intolerancia de su colectividad se ha globalizado. Parece que siempre viviera enfadada con el otro, sus actos se van reflejando en actitudes básicas: ignorar una buena luz roja sin remordimiento de conciencia y detenerse, obligadamente, en la próxima que está a escasos 10 metros de sus narices, y entonces uno no comprende esa difícil ecuación: ¿por qué carajos se pasó en rojo, si igual tuvo que frenar su coche, contener su cabreo y exhibir su rostro desencajado para luego descubrir que, no se sabe desde qué época, en cada cuadra, existe ese oscuro objeto del deseo a ser ignorado llamado semáforo, ubicado justo en frente de los ojos furibundos de la bestia?
Tirar la basura con elegancia por la ventana de su vehículo. Con premeditación y alevosía, casi siempre, presumiendo a todo el universo de su mala educación y de ese pensamiento interno que le obliga a decirse así mismo: soy un patán incorregible.
Mentarle la madre al que osó adelantarle y, con más énfasis, pisar el acelerador como si se tratara del pescuezo del crudo conductor que le arrebató la “tranquilidad”.
Esta ciudad no es de mentira y entonces estaría bien que esa soledad intensa que anota Paz nos encierre y nos hostigue sobre lo que perdimos u olvidamos. Las sociedades evolucionan en sus conductas básicas, comunes, sencillas. Podemos ser cada día mejores, sin dejar en el olvido amabilidades y complacencias, y no se trata de un discurso del Ejército de Salvación, se trata, pues, del arte de amar la vida como una forma de preservar las relaciones cordiales, colectivas, trascendentes.
No puede ser que en esta ciudad las campanas suenen solo como campanas. Estoy seguro de que tienen su son esencialmente enriquecedor que debe ser decodificado, su eco nos hará corresponsables de lo que se debe rectificar y asumir con hidalguía.
En Cochabamba, lo colectivo se ha convertido en intereses individuales. Mis libertades y derechos a hacer lo que me dé la gana, comienzan cuando mueren los de las demás personas. Razonamiento retorcido que trae esencialmente el conformismo y el egoísmo.
Esta ciudad de verdad, abraza la dialéctica del ni sí ni no, más bien todo lo contrario, su comportamiento es ambiguo y apático, hay un lenguaje sectario que cultiva su parcela sin importar su derredor.
Esta es una sociedad de ruptura, quiebra eternamente esa armadura social de disciplina y respeto. La prohibición es interpretada como una insolencia, como un desafío que está para vencerla.
Esta Cochabamba histórica que le tocó forjar y apechugar a nuestros antepasados hoy se ve largada de la mano de Dios y de sus autoridades, hay un aletargamiento preocupante y un silencio parecido a la cojudez que no crece, se sacia con el diario vivir y la panacea de ser ¿la capital gastronómica?
¿Será que en esta bendita ciudad no existen otras virtudes más que la comida, la comida y la comida? Hemos hecho de ella un fetiche y un amuleto para defendernos de nuestras carencias.
¡Cochabamba, lugar donde se vive para comer! ¡Sí! Pero acaso en este hogar no se respira también: poesía, literatura, pintura, música, teatro, tecnología, deporte, éxitos y utopías. ¿Qué sueños tienen los cochabambinos? ¿A qué aspiran. ¿En qué creen?
Todo queda en eslóganes, todo está como no tiene que estar: paralizada, quieta, conforme, silenciosa.
Entonces brota esa soledad intensa que reclama unidad e interrelación. Exige una identificación plena con su esencia, con lo que fue.
Su travesía histórica de provincia a ciudad todavía juega en el limbo de la decisión y el desarrollo, sus esquemas sociales se mueven entre lo suntuoso y lo paupérrimo.
Una contradicción que cada día distorsiona más el avance ideal hacia una mancomunidad uniforme y se convierte en una sociedad desordenada, intolerable e irrespetuosa.
Se la quiere porque se habita en ella, no porque se la luche y se la reclame para que sea una ciudad innovadora, progresista, educada, transformadora y cordial. Es de mentira cuando sus autoridades buscan eternamente sus obras estrella en un “complicado” maquillaje que dure un año. Y nos venden la grandiosa idea de que se está trabajando para que sea una ciudad “maravillosa”.
Sin embargo, aún pienso que estos pagos jamás nos olvidan; que siempre nos recuerdan, nos resuenan en cada esquina, en la memoria, en cada trino, en cada puerta. Con frecuencia, la colectividad sí la olvida, pisando incluso su suelo. “Hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos engendra y nos devora.” (…) (Octavio Paz).
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.