La danza de fraudes impositivos de Trump
No. No redoblo sobre la farra de millones malgastados por Evo Morales en los efímeros 14 años que “dedeó” en periodo de vacas gordas. Dicen en Estados Unidos que lo único seguro en la vida son la muerte y los impuestos. Añadiría la Constitución, para completar una triada sagrada: muerte, Constitución e impuestos. No pretenderé desgranar cada una, salvo anotar que la Carta Magna estadounidense y el pago de impuestos son facetas ineludibles, tal vez hasta pilares de su sociedad. Entonces, este año, llegó el coronavirus, y la muerte ingresó al club: lamentan arriba de 200.000 fallecidos y suman y siguen a diario, en país rico de armas de tecnología de punta, pero negligente de sus prioridades sociales.
Como tentempié de libro que un amigo enviaría, revisé el epílogo de la última obra de Bob Woodward: Rage (Rabia), su segundo bestseller sobre Donald J. Trump. Había bastante material para complementar mis diatribas sobre el ególatra mandamás estadounidense. Las contrastaba con Evo Morales, otro megalómano, porque los extremos se juntan como en circular mandala, pensaba, aludiendo a que ambos son demagogos, pero de ideologías opuestas.
Confieso mi desaliento sobre el desenlace eleccionario en ambas democracias imperfectas. En Bolivia continuaba el sainete entre la impune turba extorsionadora de uno, y la oposición dividida por émulos politiqueros angurrientos. En Washington, el discurso reaccionario de los tuits presidenciales hizo flamear la bandera del prejuicio racial para reprimir las protestas incesantes. Continuaban los crímenes impunes de la Policía. George Floyd, en mayo de 2020, no fue el primero; recuerdo al infeliz afroamericano de 91 fracturas craneanas en Los Ángeles de fines de los años 90. Se amontonaban los moribundos, luego fallecidos por la pandemia del coronavirus, en hospitales del país más poderoso del mundo.
Tarde o temprano el puchichi tenía que reventar y el pus tenía que saltar. No es que la justicia tarda, pero llega. El verdugo no fue el sistema judicial, sino la prensa libre. Durante años, el New York Times lo investigó y hace unos días lo publicó. Lo que el “boquita de cereza” eludía revelar con falsas poses de teatro politiquero, cuentos sesgados de gastos y pérdidas para evadir impuestos. No es que sacar el poto a la jeringa impositiva sea su único rasgo. ¡Vaya que cacareaba su picardía! En 2016 Hillary Clinton sacó el tema en debate: Trump interrumpía porque era prueba de ser “vivillo”.
La pena es que algunos celebran su argucia, como hay muchos en Bolivia que piensan ¡que macho!, de nuestro pedófilo hambriento de carne joven, mejor si “blanca”. Yo mismo admiraba el portento de peine y laca de su alisado “prestamista” que oculta su calvicie, hasta enterarme que Trump, en la última década, cargó más de 70.000 dólares a su famoso peinado. Ya quisiera yo que mi esposa e hijas pudiesen gastar más de 95.000 dólares en peluquería: ¡chamuchinas!, comparadas a los más de 750.000 dólares de “consultorías” de Ivanka, la hija de Trump. O las decenas de miles de dólares deducidos que gastó Melania en viajes a Nueva York, algunos para una sesión en el salón de belleza. Los “pagapatos” fueron los contribuyentes estadounidenses.
El primer debate presidencial entre Trump y Biden fue como la brega de verduleras en el mercado: peroraba uno, rezongaba el otro y no se escuchaba a ninguno. Habían agotado un frasco de ácido hialurónico en planchar arrugas a uno; el avejentado otro seguía con su “boquita de cereza” y peinado de salón; me recordó a un “chachón” en víspera de examen tratando de aprender en una noche insomne lo perdido en clases. Tanto ha involucionado EEUU, que quizá repetirán los “trolls” que los rusos usaban para deslucir a una candidata, mujer y letrada, a la que solo le faltaba ser negra en el racista medio gringo.
En Bolivia también tenemos cola de paja de racismo y prejuicios sociales. Pero aburre escuchar las palabras y frases “comadreja” en el mentiroso léxico politiquero que identificara Hayek. Solo me queda imaginar qué sería un debate entre Evo Morales y Carlos Mesa. La verbosidad atropellada de uno que no domina “la castellano”, menos los idiomas “originarios” (aymara, quechua, guaraní –olvídense del tacana u otros dialectos de “indígenas de las tierras bajas”). El otro, letrado que usaría palabras rebuscadas como las mías, que pocos entienden. Carlos Valverde sería el moderador para completar una ruidosa Torre de Babel.
Entonces llegó el coronavirus, que iguala en alguna medida la desigualdad social. Afecta a ricos y pobres, “originarios” y “blancoides”. Hasta espolea a vejetes como yo a desligarse de un medio social donde su experiencia y sapiencia ya no son respetadas como antaño.
El autor es antropólogo, win1943@gmail.com
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