Tristán y Esperanza
Era una pareja muy laboriosa. Ambos vivían ilusionados, esperando el día en que las cosas cambiarían. Habían transcurrido 16 años desde que el cocalero Evo Morales y después el cajero Luis Arce Catacora prometieron llevar a Bolivia al nivel del bienestar económico y social de Suiza, un país que en superficie es más pequeño que Oruro.
Un día, Tristán volvió a casa con el estómago vacío y sin un centavo en el bolsillo. No trajo consigo la bolsa de pan que sus hijos esperaban con impaciencia cada día. Ese día había intentado trabajar como albañil o plomero, pero nadie se interesó por sus servicios. Estaba deprimido y no sabía qué hacer.
Ya entrada la noche, se acostó y soñó que en Bolivia funcionaba todo de maravilla. Había autobuses, tranvías y el tren metropolitano; todos muy pulcros y puntuales. La gente los usaba comprando abonos mensuales o anuales, incluidos los niños mayores de seis años. En las paradas había paneles electrónicos y horarios que indicaban la hora de salida y de llegada.
Los motorizados se desplazaban sin escupir hollín, y menos emitir ese ruido infernal de motores y bocinas. Las calles estaban limpias y dotadas de cubos para tirar los desechos. La basura doméstica era responsabilidad de cada parroquiano; cada quien colocaba en bolsas plásticas que compraban en los supermercados y kioskos de su municipio.
La gente recibía un calendario del municipio, donde se especificaban los días en los cuales serían recogidos los desechos. De madrugada, el personal de limpieza recogía las bolsas de basura y las depositaba en los carros basureros. Las botellas de vidrio y plástico eran responsabilidad de cada persona, separadas y depositadas en contenedores cerca de los supermercados.
Soñó que las ciudades estaban libres de vendedores ambulantes y las aceras expeditas para el desplazamiento de peatones. Los comerciantes vendían sus productos en tiendas con escaparates llamativos e invitadores. En ciertos barrios de la ciudad, había ferias semanales donde los productores vendían productos frescos de la región.
El día empezaba temprano. La gente se dirigía a sus fuentes de trabajo, usando bicicletas, monopatines, motocicletas y otros medios de transporte. Negocios y oficinas abrían a la hora establecida. Los empleados tenían jornadas laborales de ocho horas, gozaban de todos los beneficios sociales, y pagaban impuestos sin resistirse.
Los niños iban solos a la escuela más cercana. La educación era estatal, gratuita y responsabilidad de cada municipio. A los siete años, los niños recibían cursos sobre reglas de tráfico; era común ver a niños montados en sus bicicletas recorriendo las calles, acompañados por sus tutores de curso, los policías. El uso de casco era obligatorio para niños, y recomendado para jóvenes y adultos.
Los motorizados privados eran aparcados en las calles o en aparcamientos particulares. Los que aparcaban en la calle pagaban una tarifa anual que era válida para su barrio, el comprobante estaba dentro del coche en un lugar visible. La gente que tenía perros paseaba con ellos, y llevaban consigo unas bolsas de plástico para recoger los desechos de sus mascotas.
No había colas en las instituciones públicas. El salario, incluidos los bonos escolares y las rentas de los jubilados, se giraba mensualmente a las cuentas bancarias de cada persona. Los hospitales universitarios eran públicos, y los privados estaban supervisados por el Estado.
Cada ciudadano tenía un seguro de salud que le garantizaba una atención eficiente en cualquier hospital público o privado. Si la gente tenía dificultades para pagar su seguro de salud, el Estado le otorgaba una subvención, porque la salud y la educación eran prioritarios.
En medio de ese sueño, Tristán se despertó sobresaltado por el ruido ensordecedor de la campana del carro basurero. Se incorporó, asomó la cabeza por la ventana y vio lo de siempre. Las calles abarrotadas de puestos de venta y desechos por todo lado. El ruido de los motores y bocinas de los micros, taxis y taxitrufis eran enloquecedores.
No se veía ninguna bicicleta, y los padres que tenían solvencia económica llevaban a sus hijos en coche a las escuelas privadas. Las colas en las puertas de los bancos, de los hospitales estatales y otras dependencias eran interminables. Algunos habían dormido en las aceras de esos edificios para recibir una ficha y ser atendidos. Los más retornaban a casa, sin ficha y con las dolencias que les llevó a ese lugar.
Encendió el televisor y vio que en ese momento informaban sobre los incas del gran poder, una pareja de jóvenes homosexuales, a los que se les había negado bailar en el carnaval de Oruro. El dirigente de las fraternidades de bailacos del Socavón, Franklin Quispaya, se había tomado esa atribución homofóbica, racista y discriminatoria.
Otro reporte informaba sobre un tal Reynaldo Ezequiel, un borrachín del MAS que había causado un triple accidente automovilístico. El susodicho en tono amenazante y lágrimas de cocodrilo, balbuceaba escupiendo alcohol al micrófono lo siguiente: “Me emborraché porque estaba triste, mi amigo no fue elegido para ser candidato al comité cívico de Santa Cruz”.
Cambió de canal y ahí se informaba sobre el tema de la justicia en Bolivia. Las cámaras enfocaban los edificios de la policía y del poder judicial, de donde las víctimas que entraban en busca de justicia, salían trasquilados. De cuando en cuando las cámaras captaban imágenes de niños recorriendo las calles con su cajita al hombro, preguntando a los peatones si querían que les saquen brillo a sus calzados.
Tristán apagó el televisor, se dirigió al cuarto de baño y allí se dio un baño con el agua que aún goteaba del grifo porque su apartamento no tenía un depósito de agua en el techo. Luego salió a la calle para probar suerte de lo que sea, se despidió de sus pequeños y de su esposa. Ellos se preparaban para ir a la escuela, y ella, después de embarcar a los niños, tenía la esperanza de vender algo en la calle.
Columnas de RUBÉN CAMACHO GUZMÁN