Aves y lugares
Dice que uno de los indicadores de mínimo equilibrio ambiental se refleja en la convivencia de aves y humanos en las enormes “aldeas” humanas, como dulcemente llamaba Kipling a las comunidades de nuestra especie. Justamente, una de las aficiones que poseo es identificar a las aves que frecuentan ciudades y pueblos que tengo la suerte de visitar para atesorar saudades de lo que me gusta contemplar, y así prolongar los “sencillos” y desapercibidos placeres del efímero regocijo de existir.
Precisamente, me gusta recordar los lugares que he visitado mediante la observación de las aves que los frecuentan, sus pájaros habituales. Creo firmemente que ello es mucho mejor, más humilde y más pacífico frente a estar identificando a los lugares con banderas, infortunados “héroes” de guerras y recordatorios de otras iniquidades claramente humanas.
Empezaré con Cochabamba, la ciudad en la que resido paradójicamente, ya que soy devota amante del mar y esta ciudad está prácticamente encerrada entre montañas y en medio de Sudamérica. No obstante, todo, pero todo, lugar tiene su encanto, incluso una ciudad pelada, sofocante y contaminada. A pesar de esas condiciones, la naturaleza es generosa y Cochabamba sigue siendo un paraíso ornitológico.
Cuando pienso en Cochabamba se me vienen a la mente los zorzales mandioca que en quechuañol se conocen como “chiwalos”, una avecita que en primavera y verano es la primera y última en trinar un soneto al extremo manso y arrullador. Los chiwalos parecen estar estrechamente ligados a los molles, árboles afables y bondadosos que caracterizan a los valles interandinos.
Siguiendo por mi país, comparto que en medio de los andes conocí a un pajarito muy peculiar llamado “comesebo andino”. Uno pensaría que en pleno altiplano no hay aves y menos llamativas, pero es todo lo contrario. Al “comesebo andino” lo atisbé en plena plaza principal de Oruro, famosa tierra de uno de los carnavales más vistosos de la cultura homínida.
Lo que me remite al “pepitero de collar”. En medio de las altas punas bolivianas se perciben largos paisajes de montañas grisáceas. Pero, de pronto, se vislumbra un manchón verde en lo que parece la nada. Ese manchón verde es nada más y nada menos que Arque, uno de los municipios más pobres de Bolivia, pero, según mi remembranza, lleno de árboles que son el orgullo de sus moradores. En Arque vi por primera vez a un “pepitero de collar”, pajarito de un canto que asemeja al caer del agua.
Yendo un poco más allá, cómo no nombrar a la sede política más alta del mundo, la mítica La Paz. Y La Paz está llena de otra variedad de zorzal, el primo hermano del black bird de The Beatles, más conocido como “chiguanco”.
En el trópico y Amazonía de Bolivia hay demasiados pájaros para traer a la memoria, pero hay una especie que resalta por su elocuencia. Es un pajarito de enormes nidos colgantes y que es capaz de imitar cualquier sonido de la naturaleza, se trata del “tojo”, ejemplares que parecen una mezcla de cuervos y tordos, por la inteligencia de unos y la dulzura de los otros. Y por las noches, se escucha al guajojó, mítica ave de leyendas que recorren toda América Latina y cuyo mecanismo de sobrevivencia consiste en dormir y camuflarse en los troncos de árboles.
Tuve la oportunidad de atesorar un segundo hogar en Salamanca, España, “la ciudad de los/as profesores/as”. Y cuando pienso en Salamanca, lo primero que se perfila en mi cabeza son las intrépidas urracas, aves bicolores de gran belleza y enorme ingenio. Recuerdo una en especial de la que me hice “amiga”, o así yo lo creí cuando venía a mi ventana a recibir la fruta que dejaba para ella.
Continuando por las Europas, voy por Francia, Portugal, Bélgica y Países Bajos e inmediatamente arriban a mi nostalgia los cantados gorriones, pájaros que ya pueblan todo el mundo y que también conmemoran a Buenos Aires porque además está la bella canción de Piazzolla que les hace homenaje.
Volviendo a América Latina, puedo decir que de Asunción, en Paraguay, recuerdo a los “fuegueros”, aves de intenso color rojo cuyo nombre científico hace alusión a su color: “piranga flava”.
De las costas del Pacífico Sur en Chile y Perú remoro a los cormoranes con su peculiar canto gutural y que suelen posarse en los árboles como si fueran enormes y negros adornos navideños (si es así, hasta ya me gusta la Navidad).
En plena línea que divide al planeta en dos hemisferios, está el fantástico Ecuador con sus playas tibias y sus montañas andinas al mismo tiempo. De ahí evoco tanto a seres alados marinos, como a poéticas gaviotas y alcatraces, y a aves terrestres como gavilanes de imponente vuelo.
Y más al norte en México, en medio la riviera esmeralda que poblaron los mayas, tuve la oportunidad de ver por primera vez a un quetzal para admirar la magistral geometría abundante de sus plumas.
Hoy me encuentro en Cuba, una isla mágica con las playas más bellas del mundo y de un pueblo cultísimo y con mucha historia. Por eso la emoción de estas líneas, por eso en este momento no tengo más ganas de otra cosa que no sea escribir de viajes, pájaros y vuelos. Y acá en Cuba mis compañeros de viaje son negros tordos, de ese color tan negro que parece azul, tan confianzudos como las palomas y los gorriones. Ahora mismo, tengo uno a mi vera esperando que le convide un poco de pan.
La autora es socióloga
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA