Madre Úrsula

Columna
Publicado el 27/05/2023

De todas las madres arquetípicas de la literatura moderna, las de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, son quizás las más representativa de la maternidad latinoamericana, al menos, del tipo de maternidad dominante durante el siglo XX. Pilar Ternera, y su poder de leer el destino de los Buendía con un mazo de cartas, vela por hombres descarriados y malditos por su incapacidad de amar. Fernanda del Carpio, severa, aristocrática, dispuesta a sacrificar la felicidad de sus hijos por mantener su buen nombre. Petra Cotes, amante ardiente, cuya pasión desaforada provoca que los animales de Aureliano Segundo se reproduzcan incontrolablemente, pero que, en su vejez, se encarga de mantener a la familia de su concubino. De todas ellas, Úrsula Iguarán es quien encarna la idea de sacrifico total, el abandono de su propia subjetividad en pos de la perpetuación de su estirpe.

Los hombres en Cien años de soledad se caracterizan por sus carencias paternales, por su ensimismamiento y egoísmo. La febril imaginación de José Arcadio Buendía, enloquecido, atado a un castaño durante los últimos años de su vejez. El gigante José Arcadio, prostituto descomunal. El coronel Aureliano, arquetipo del caudillo insensible y cruel. Los nietos, bisnietos y tataranietos de la estirpe de los Buendía, entregados a vicios, mujeres fáciles y al despilfarro más escandaloso. Úrsula Iguarán representa el sentido opuesto, el equilibrio al desenfreno masculino, la restauración de la estructura familiar. Madre, esposa, consorte reticente, abuela, enfermera, bisabuela, consejera ignorada, tatarabuela, motor de las acciones necesarias para mantener en pie el hogar durante 100 años.

A lo largo de toda la novela, Úrsula realizará incansablemente una de las tareas asociadas a la maternidad: el cuidado de otros, no solo de sus familiares, sino también de cualquier visitante a la casa de los Buendía. Las normas de hospedaje serán distintivas de su familia, su desaparición, uno de los primeros signos de decadencia de la estirpe. Úrsula resiste el envejecimiento, restaura el patrimonio familiar una y otra vez, trabajando día y noche a pesar del agotamiento: “Mientras Dios me dé vida —solía decir— no faltará la plata en esta casa de locos”. Refacciona y amplía los ambientes de la casa, los pocos momentos en que la pena se torna insoportable, se consuela llorando en el regazo de su esposo enloquecido.

Su descendencia paga con desplantes, incomprensión y burlas su larga vida dedicada al esfuerzo maternal. Sus tataranietos aprovechan su avanzada edad para convertirla en una muñeca triste, pintarrajearle la cara y colgarle lagartijas muertas como collares: “Úrsula lloró de lástima al descubrir que por más de tres años había quedado para juguete de los niños”. Humillada por la indiferencia de quienes había criado, alimentado y mantenido. Ciega y olvidada, reavivó sus agotadas fuerzas para incorporarse a la vida familiar por última vez: “El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas”.

Vive hasta los límites imposibles de la naturaleza, alarga los años de su existencia hasta encogerse y volverse una criatura diminuta, indefensa, atrapada en la noche eterna de su ceguera hasta amanecer muerta un Jueves Santo:  “La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”.

Pero aún después de muerta, Úrsula seguirá peleando con las leyes de la creación para preservar su estirpe, hasta que el viento bíblico anunciado por los pergaminos del gitano Melquíades, arrase con todo. Al final todo será inútil, su familia está condena a desaparecer, el último de sus descendientes será devorado por hormigas gigantes mientras la casa que afanosamente cuidó en vida terminará presa del abandono que también sepultará a Macondo en las arenas del olvido.

Cien años de soledad es uno de mis libros favoritos de toda la vida, volví a releerlo después de algunos años con mi hija, quien tristemente no compartió mi entusiasmo: “No me gusta que las mujeres tengan un destino tan trágico. Los hombres inventan, viajan, hacen guerras, se acuestan con quien quieren, tienen hijos y luego se largan. Mientras las mujeres se quedan a sufrir en silencio, mueren vírgenes y sumidas en la amargura. ¡Todos son una punta de incestuosos cochinos!”. El libro que tanto me había conmovido había envejecido mal. Lo que estimaba como un homenaje de García Márquez a las madres de todos los tiempos, se había vuelto una enorme fábula que causaba indignación y había sido descalificada como arte misógino.

Mi amor por Úrsula y Macondo fueron tan rotundamente interpelados que pasé algunas tardes rumiando las palabras de mi hija. Por años esa matriarca primordial me había recordado a mi madre, a toda una generación de madres, cuya devoción era el principal factor para que hombres como yo pudiéramos salir adelante. Me consolé interpretando el destino de Úrsula a la luz de algo que mi madre me dijo durante la peor parte de la pandemia del coronavirus: “Vamos a estar bien, si estamos juntos vamos a estar bien. Te lo voy a plantar algunas plantitas en tu terraza. ¿Cómo puedes vivir sin plantas? Regarlas, podarlas, hablarles, ver cómo crecen, todo eso hace bien”. Contemplar ese minijardín improvisado en crecimiento, sus colores emergentes, mirar a mi madre acariciar sus hojas mientras revisaba si tenían pulgones, me recordó la importancia del cuidado como parte constitutiva de la cualidad humana.

Históricamente, las tareas de cuidado han sido asignada a las mujeres, a las madres. Tal vez, en un giro literario imposible, Úrsula habría abandonado su obstinación asistencialista, habría dejado de servir a sus hijos para enseñarles a servir, cuidar a otros, romper así la maldición de 100 años de soledad que condenó a la familia Buendía.

 

El autor es abogado y politólogo

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