El asesinato del general Zenteno Anaya
Texto: Luis González Quintanilla
Los años 60 y 70 del siglo pasado cayeron como un vendaval sobre los países latinoamericanos que, en medio de la llamada “guerra fría”, se constituyeron en escenarios calientes, violentos y crueles de la pugna entre las dos superpotencias que dominaban el mundo.
Ahora están probados los hechos de terrorismo de Estado que había instituido el club de los dictadores, dirigido por la batuta de las agencias de inteligencia de los Estados Unidos.
El otro componente de este conflicto fue la actividad de guerrillas rurales y urbanas generalmente propiciadas por Cuba, con sus intereses geopolíticos, sus armas y su discurso ideológico de justificación; impulsadas también por el estado de injusticia y desigualdad que soportaban las naciones latinoamericanas.
La ola del terror represivo no sólo liquidó a miles de militantes de izquierda, sino que sumó a su largo número de víctimas a políticos de centro-derecha, sacerdotes, personalidades democráticas e incluso militares institucionalistas de alto rango.
La trágica muerte del general Joaquín Zenteno Anaya, quien fuera comandante de las Fuerzas Armadas bolivianas y uno de los jefes militares destacados en la derrota del ELN, la guerrilla comandada por Ernesto “Che” Guevara, se inscribe en este marco. Su asesinato, cuando se encontraba en funciones de embajador de Bolivia ante el Gobierno de Francia, fue uno de los crímenes no resueltos de nuestra historia política.
El libro que hoy comentamos de Álvaro Moscoso Blanco, Réquiem para Saturno. Retrato y muerte del general Joaquín Zenteno Anaya (Editorial Plural 2022), es una obra necesaria para correr los velos del hecho. Moscoso sostiene su obra en la confrontación documental de la época y con archivos desclasificados de Bolivia, de los Estados Unidos y, además, con la documentación aportada por la familia de la víctima.
La acuciosa investigación de Moscoso comienza con un vibrante relato del asesinato del militar-embajador, acaecido al medio día del 11 de mayo de 1976, a pocos metros de la embajada de Bolivia, en la avenida Presidente Kennedy, un día frío de la primavera parisina.
La narración se lee a un ritmo vertiginoso, tal que asemeja a una novela negra . Al fascinante comienzo le siguen capítulos en los que el autor establece la colaboración de las dictaduras para ejecutar a sus enemigos políticos que después se sistematizaría en el Plan Cóndor. El libro actualiza los asesinatos de personalidades, o “desapariciones” forzosas de más de 50 mil jóvenes, especialmente de los países del Cono Sur. Los avatares de la investigación se deslizan desde París a La Paz, Buenos Aires, Madrid y La Habana en una narración que establece los vínculos de las dictaduras con movimientos fascistas y nazis que se fueron reorganizando a través de la cooperación de la dictadura de Franco y de grupos ultraconservadores en varios países europeos.
Los capítulos bolivianos son metódicamente detallados. Tocan la actividad de nuestros propios nazis, el más famoso e ellos, el Carnicero de Lyon, Klaus Barbie, quien recibió la protección —incluso la nacionalidad y un grado militar— de los gobiernos de las dictaduras. Con la instauración democrática, el conspicuo nazi fue entregado a Francia para su juicio y condena. El autor revela a fondo la estrecha colaboración de este personaje con la represión que se extiende al gobierno de la dupla García Meza-Arce Gómez.
El balance central de la investigación sobre el crimen contra Zenteno Anaya desacredita las acusaciones oficiales del Gobierno boliviano de entonces, conducido por el general Hugo Banzer, de atribuir el asesinato de Zenteno Anaya a grupos de izquierda bolivianos o latinoamericanos. En realidad, los autores intelectuales del mismo estaban en La Paz, y su brazo ejecutor fue un equipo de sicarios que tenía su territorio “libre” en la España franquista.
El libro nos conduce a la conclusión de que la sentencia del general Zenteno fue determinada por los mandos que sostenían a la dictadura, cuando éste descubre y denuncia un contrabando de armas urdido por esa cúpula militar.
Álvaro Moscoso le da al relato un tono personal, como debía ser, pues los pasos para descubrir los hechos y tejer su relato son de esa índole.
El libro contiene además un retrato de la vida del general que hace hincapié en su actuación como canciller de la República y su accionar militar durante la aventura guerrillera del Che Guevara. Sin embargo, tanto el estratega jefe de la VIII División, como su captor, el entonces capitán Gary Prado, trataron al vencido con escrupuloso humanitarismo.
Mis recuerdos
La lectura del libro de Moscoso me incitó inevitablemente a buscar entre los recovecos de la memoria y mis desordenados apuntes una reunión que mantuve con él, en París, pocas semanas antes de su muerte.
Con la ayuda de Amalia Barrón, por entonces periodista de France Press —condiscípula, destacada colega y amiga— y vínculos familiares, conseguí una audiencia con nuestro embajador. Me encontraba yo a la sazón en Suecia, cumpliendo un doble exilio, primero de Banzer y luego de Pinochet.
—Pilita —me dijo, usando el diminutivo del apodo de mi padre—, ¿qué te trae por aquí? Yo te hacía exilado en Suecia, ¿en qué te puedo ayudar?
—La ayuda —le dije— la requiero para un paisano nuestro.
Le conté la dramática historia de Gualberto Lizárraga, un joven estudiante que en 1971 se refugió en Chile, como tantos otros universitarios bolivianos, por la represión que culminó en el cierre de las universidades.
La pequeña célula del Partido Socialista, que nos reuníamos en Santiago, dirigida por nuestro propio jefe, Marcelo Quiroga Santa Cruz, lo incorporó en su seno. Llegado el golpe de Pinochet, Gualberto tuvo el infortunio de caer en las garras de la represión. Su tenacidad y coraje le impusieron sendas palizas y torturas. Después de dos meses de prisión fue expulsado a Francia, donde llegó con la ayuda de las Naciones Unidas.
Cuando me enteré de su situación, me contacté con Amalia, quien lo encontró, no en la dirección de la institución France Terre d’Asile, sino en el Departamento de Siquiatría de un hospital parisino. Amalia logró una cita con los médicos de este centro y fuimos recibidos por una junta de eminentes doctores —quizá por la sobredimensionada importancia que dieron a una credencial que daba cuenta de que yo era el secretario de Relaciones Internacionales del Partido Socialista de Bolivia—. Los médicos nos informaron que el problema del joven internado ya no era médico, sino social. Que se lo podía dar de alta, pero que teníamos que lograr su vuelta al país, para que no recayera en episodios que, con la cárcel y su precaria situación, podrían tornarse irreversibles. Eso fue lo que le transmití al general Zenteno a tiempo de solicitarle que hiciéramos esfuerzos para salvar al joven compatriota. Me dijo que desde Bolivia tenían muy controlada la provisión de pasaportes, pero que trataría de solucionar el asunto.
—Veré qué puedo hacer con tu pedido, rojito —me contestó con buen humor el general.
Antes de despedirnos, me confirmó que su situación “no es mejor que la de ustedes. Me siento vigilado, sometido a este ‘exilio dorado’ por expresar mi oposición a la política del Gobierno, y por otros asuntos que no se han hecho públicos y que por respeto a mi institución no te los voy a contar”, terminó subrayando el embajador.
Dos semanas más tarde, Amalia Barrón se comunicó conmigo para informarme que la Embajada le había provisto a Gualberto de los documentos para retornar al país. El general Zenteno Anaya cumplió y reiteró así su condición de hombre solidario y humanitario. El asunto al que apenas aludió en la entrevista fue, probablemente, su denuncia sobre el contrabando de armas.