Mi amigo de la Paccieri
De que soy nostálgico, ni cómo negarlo. A mis “tichinco”, de que soy sentimental, tampoco. Por eso me alegró un homenaje a mi amigo Eddy Villafañe Guevara que, auspiciado por el club Olimpic, tenía un buen padrino en los Pavisic dueños del Gran Hotel Cochabamba, aunque la sola mención del que fuera suyo saca del desván de la saudade a otro amigo: Fernando “Cucho” Alborta. Mi esposa comentó que hasta entonces no se había enterado de tantas alusiones deportivas al volibol. Eddy se las merece, pero mi intención es destacar una dimensión poco conocida de él.
Cuando llegamos a Cochabamba, vivíamos en una casa de la Mayor Rocha. Una típica casa de medias aguas nuevecitas en “U” invertida, con un inmenso portón de madera por delante y por atrás la cocinita de techo tan bajo que había que reverenciarse a semejanza de asiáticos ceremoniosos. Allí convivían gatos, perros, conejos y gallinas, al rescoldo de un fogón de barro y piedras. Y vinchucas también, que tal vez se banqueteaban en una “ponguita” de Dios sabe qué latifundio. Por eso añoro a mi madre dirigiendo la diaria tarea de sacudir sábanas, no sea que alguna polizonte se escondiese por ahí entre sus albos pliegues.
Luego nos mudamos a la Paccieri pasando la Oquendo, una calle que después de 4 cuadras pavimentadas desde la Plaza Colón, alternaba piedra y barro después de lluvia, y piedra y polvo al sol. Quizá en esa época llegaron de Uyuni los Villafañe: un señor atildado al que le faltaba un bastón de mango marfileño para parecer un lord inglés; su esposa menudita, tal vez haciendo milagros para alimentar y atender a sus cuatro inquietos y traviesos malandrines.
El segundo era Eddy, todavía sin llegar a púber, ya que su hermano primogénito ya andaba con el escozor de las féminas. Tal vez para quemar energías, cavaron una fosa y la rellenaron de tierra floja donde aterrizar del salto largo, o de caer junto con la vara en competencias de salto alto. Luego venía la canchita de vóley, que también servía en “pichangas” de pelota de trapo, ésas culpables que hacían desaparecer medias nylon de mamás y calcetines viejos de papás.
Entre libros, hoy miro una foto en blanco y negro del club Sacachispas, que mi cuate Carlos “Tito” Dorado Erdland (QDDG) organizara con el entusiasta aporte de Eddy; tal vez imitaban astros futboleros flanqueados por Lucho Villafañe, su hermano ahora en Francia; un joven de nombre que no memoricé, y un servidor. Parados, una hilera de niños: Luis Eduardo Dorado Erdland (QDDG) “Cuqui”; un Ramos que llegó a médico, ojalá que antes de morir; y tres Moreiras (Gonzalo, Ismael “Negro” y Juan Carlos “Gordo”), separados por el benjamín (en tamaño y edad): mi hermano Getulio. Recuerdo que hasta primorosos banderines trajo “Tito” Dorado de Argentina. Lamento no haber guardado el mío.
Eso era antes de que mi amigo deportista de la Paccieri importara pelotas de marca nipona Takichara, que antipatizo por parecerse al nombre de guerra de un terrorista impostor. Sin embargo, tan buena fue la escuela de Eddy Villafañe que hasta participamos en el equipo de ascenso que armó, el añorado “Amautas”. Quizá otros derivaron en equipos de primera, como fueron el “Cardinals” que salió campeón luego de ganarle a los “lungos” del equipo contrario, por la genialidad de Eddy de alzar a un guatoco para bloquear a su “matador” de casi dos metros. Y por supuesto, el gran Olimpic.
Mi amigo de la Paccieri gastó su fortuna, si la tuvo, costeando todo, incluyendo viajes anuales al exterior de jugadores. Lo que es a mí, “picador” de zurda que era, prefiero pensar que en la canchita de la Baptista me distraían los muslos “lomo de peixe” de una morena que quizá montaba caballo al arrear vacas en la estancia ganadera de su padre.
Sé que Eddy Villafañe Guevara tuvo después una fulgurante carrera como volibolista. Gran “levantador”, luego derivó a entrenar muchachos en el deporte de dedos dislocados del saque, levante y mate (o mamada). Al casarse con Anita Ruiz, paceña y también gran deportista que tal vez rindió su futuro a la servidumbre de ser madre y esposa, se potenciaron los talentos de ambos en vocación al “mens sana in corpore sano” del volibol, que hasta hoy admiramos.
Ojalá mi amigo de la Paccieri tuviese a lo menos una calle en su nombre, que mandamases de turno tienen monedas con su efigie, museos millonarios y palacios de varios pisos, para no hablar de avenidas nombradas en honor de traidores que vendieron mar y selvas bolivianas.
El autor es antropólogo.
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