Bonos vs. realidad económica
La distribución parcial de la renta estatal mediante bonos entre los sectores menos favorecidos de la sociedad cuenta con una justificación plena desde el punto de vista moral, por lo que también resulta atractiva desde el punto de vista político. Su principal ventaja es quizás su alto nivel de efectividad para transferir recursos directamente hacia los sectores que se pretende apoyar, lo que predispone favorablemente a importantes segmentos de la población hacia los promotores de estas iniciativas, incrementando de esta manera su popularidad y consiguiente capital político.
¿Pero, tiene sentido desde el punto de vista económico? La respuesta es compleja y depende mucho de la situación particular de cada país. No obstante, hay un elemento importante a ser considerado: el dinero público es un bien escaso, especialmente en economías en desarrollo como la boliviana, y no permite satisfacer todas las necesidades de la sociedad, independientemente de lo válidas que éstas sean o de la bonanza económica puntual que se esté experimentando.
Es precisamente por ello, que la asignación y gestión adecuada de los recursos estatales es una tarea que requiere de un alto grado de responsabilidad y visión de largo plazo, pues una decisión equivocada puede generar importantes complicaciones al tesoro público y a la convivencia social, independientemente de la “generosidad” de sus promotores. En este campo la intención definitivamente no es lo que cuenta.
El caso de la Renta Dignidad, desde sus orígenes hasta el presente, constituye un ejemplo claro de lo anterior, pues si bien proporciona un apoyo importante a mucha gente necesitada, no tiene asociada una fuente de pago que sea sostenible en el tiempo. Un análisis rápido muestra que, a partir de 2014, los gastos del Estado comenzaron nuevamente a superar sus ingresos, generando un déficit fiscal cercano al 8% anual que se mantiene hasta hoy.
En otras palabras, para poder cumplir con los pagos comprometidos, bono incluido, el Estado tuvo que utilizar a partir de ese año las reservas internacionales o emitir deuda. Los presupuestos siguientes no efectuaron corrección alguna para adecuar la inversión y gasto públicos a la nueva realidad, sino que empecinadamente incrementaron el nivel de ambos, probablemente con la esperanza de que los precios internacionales se recuperaran.
Cabe mencionar el hecho de que, a partir del año 2015, las reservas se reducen a un ritmo anual de 2.000 millones de dólares, lo que presupone su agotamiento hacia 2023. Paralelamente, la deuda externa alcanzó en este período máximos históricos: el año 2007 era menor a 3.000 millones de dólares y ahora supera los 11.000 millones.
Entonces, si desde 2014 los ingresos fiscales son insuficientes para pagar este beneficio, ¿bajo qué lógica éste se incrementa en cada gestión? Los últimos cinco años se ha destinado más de 3.000 millones de dólares para pagarlo, sin contar con los 700 millones adicionales presupuestados para este año.
Podría argumentarse, de manera válida, que la entrega de bonos estimula la demanda agregada y constituye un soporte necesario para los sectores más necesitados, especialmente en situaciones extremas como la actual, pero en economías al borde de la crisis y con un tipo de cambio artificialmente apreciado, esa inyección de recursos estimula fuertemente la importación de bienes, reduciendo el efecto multiplicador deseado y afectando directamente la balanza comercial de manera negativa, pues incrementa el déficit público.
Más allá de lo anterior ¿fue inteligente destinar al gasto corriente tal cantidad de recursos públicos, incluso cuando el Estado estaba en condiciones de hacerlo, si existían alternativas? Tomemos como ejemplo el caso de Chile o, incluso, de Perú, países que constituyeron fondos soberanos con los excedentes anuales generados por sus economías, en lugar de gastarlos tan vigorosa, decidida e irreflexivamente como en Bolivia. Los intereses generados por dichos fondo podrían haber sido utilizado para el pago de pensiones solidarias, compensar los eventuales déficits públicos que pudieran generarse o incluso como recursos de emergencia para casos extraordinarios como el de la actual pandemia.
Como lección para el futuro quedará saber que utilizar fuentes como el IDH para el pago de bonos es un error, y que recurrir a préstamos para continuar con dicho beneficio resulta insostenible. Es cierto también que cualquier intento de corrección de ésta y de otras desviaciones tendrá asociado un alto costo político y social.
En definitiva, una crisis se supera reconociendo su existencia y tomando las medidas de ajuste correspondientes, por más duras que puedan llegar a ser.
El autor es administrador de empresas, magíster en administración de negocios
Columnas de DANIEL SORIANO CORTÉS