Desastres medioambientales y el abandono de valores éticos
Últimamente se han reportado otra vez grandes extensiones de bosque tropical, que han sido quemadas en los departamentos de Beni y Santa Cruz. Es un fenómeno que no llama la atención de gran parte de la población. Tampoco concita el interés colectivo el mal funcionamiento de la burocracia estatal. Ambos problemas están paradójicamente vinculados entre sí: se trata de una consciencia social poco desarrollada.
Algunos detalles de esta temática se pueden aclarar mencionando fenómenos recurrentes en la región andina. Al lado de la grandiosidad del paisaje de las altas montañas se halla la chatura de la obra humana: la majestuosa cordillera como telón de fondo y la basura plástica anunciando la proximidad de los asentamientos urbanos. Lo más grave reside en el hecho de que nadie es consciente de este reino de la fealdad: ni los movimientos sociales, ni los partidos políticos, ni los intelectuales progresistas.
La mayoría de los bolivianos, independientemente de su origen geográfico, social o étnico, es rutinaria y convencional en su vida cotidiana y en sus valores de orientación, pero no es conservacionista en la acepción ecológica: no cuida de manera conveniente y efectiva los vulnerables suelos y paisajes y más bien se consagra a destruir la naturaleza. Casi todos los grupos sociales contribuyen, a veces sin sospecharlo, a una verdadera catástrofe medioambiental. Tratan, por ejemplo, de ensanchar la frontera agrícola incendiando los bosques tropicales, lo que significa según ellos llevar el progreso a la selva. El resultado es deplorable: bosques incendiados, superficies taladas, terrenos erosionados. En una palabra: la muerte de la naturaleza rondando a cada paso. Prósperos empresarios y trabajadores modestos son por igual responsables de este desastre. ¿Desastre? En el fondo todos están contentos – salvo algunos cultivadores marginales afectados directamente por el incendio –, pues ahora el terreno puede ser utilizado de manera mucho más rentable y fácil. En todas partes una superficie desboscada por el fuego es económicamente mucho más valiosa que otra cubierta aún por la incómoda selva.
Es imposible dedicarse a mejorar el mundo o a consagrarse a la celebración de la belleza artística, si uno no tiene respeto por la vida, el medio ambiente y el ornato público. En Bolivia los depredadores del medio ambiente ─desde los exitosos empresarios hasta los humildes campesinos─ no practican una ética ambiental de largo alcance.
La fortaleza del régimen populista derrocado en noviembre de 2019 residió en que fue congruente con el modo de pensar y sentir de una parte muy considerable de esta sociedad. Lo dicho no implica, por supuesto, una falta de facultades éticas y estéticas en las llamadas mayorías nacionales. En su entorno familiar y grupal casi todos los ciudadanos aplican comportamientos de índole moral y desarrollan preferencias estéticas, pero casi siempre estos valores quedan circunscritos al círculo familiar o a grupos muy reducidos. Lo que se requiere, precisamente, es que la mayoría de los bolivianos extienda consideraciones éticas y estéticas al conjunto de la sociedad y al funcionamiento del aparato estatal.
Todo esto no significa una esencia nacional de carácter conservador, una identidad invariable y siempre fiel a sí misma, inmune al paso del tiempo y adversa a la moralidad y la estética públicas. También la Bolivia profunda es pasajera. Las pautas normativas de comportamiento pueden durar varias generaciones, pero pueden ser transformadas paulatinamente por la educación y los contactos con otras culturas. Ahí reside la esperanza para una democratización profunda de la sociedad boliviana y para una reforma de sus principios éticos.
El autor es filósofo
Columnas de H. C. F. MANSILLA