La guerra del agua: 21 años
Por estos días se cumplen 21 años de que las movilizaciones ciudadanas lograron, en Cochabamba, que se rompiera el contrato de concesión de los servicios de agua potable y alcantarillado al consorcio Aguas del Tunari. El evento tuvo repercusión mundial con la etiqueta de “guerra del agua”, y fue presentado como una victoria popular contra el gran capital transnacional. Incluso se filmó una simpática película con Gael García, titulada También la lluvia, que recogía la imagen más dramática y falsa de aquella movilización: ¡la privatización de la lluvia!
La movilización comenzó como una protesta de los sectores medios y altos contra el alza de tarifas, pero pronto fue alimentada por los aguateros y dueños de pozos que lograron convencer a toda la población de que la privatización acarrearía el desastre. Ellos iban a perder sus negocios, pero el contrato estipulaba plazos ajustados para expandir el servicio y cubrir, para el año 2004, el 95% de la superficie concedida.
Como lo confesó años después uno de los principales líderes de aquella movilización, la cuestión de las tarifas era un pretexto. Lo que estaba en juego era el poder. Mientras el gobierno de Bánzer y la alcaldía de Reyes Villa competían por ejecutar el proyecto más anhelado de la región, Misicuni, sus adversarios erosionaban el sistema institucional endosándoles toda suerte de acusaciones. Algunas tan absurdas como la de privatizar la lluvia y otras más políticas, como la de entregar un servicio público a las transnacionales. La idea del agua como derecho humano, contrapuesta a la de mercancía, surgió por aquellos heroicos días.
Han pasado 21 años desde entonces y casi todos los líderes de aquellas revueltas alcanzaron posiciones de poder y responsabilidad. Y el partido que más se benefició de la revuelta, el MAS, gobernó el país durante 14 años continuos con la mayor abundancia de recursos fiscales de la historia nacional.
Las tarifas del agua potable subieron poco, pero la cobertura del servicio se expande apenas al ritmo del crecimiento urbano, lo que implica que la mitad de la ciudad debe abastecerse como pueda: pozos familiares o cooperativos, o compra de agua desde carros cisterna.
En estos 21 años algo se avanzó. La represa de Misicuni almacena agua, pero no puede generar toda la potencia eléctrica que tiene porque no hay cómo usar adecuadamente el agua que llega al valle y tampoco la suficiente demanda para comprar esa electricidad. Por la avenida Segunda Circunvalación, al norte, avanza lentamente una tubería que llevará agua hacia Sacaba, pero el sur sigue siendo el mercado exclusivo de los aguateros. La mayor parte de los hogares de la ciudad recibe agua por horas y debe almacenarla como pueda. Nos hemos acostumbrado a la escasez.
Pero la desigualdad es abismal y muy inequitativa. Mientras que las tarifas de agua de consumo doméstico rondan en cerca de cinco bolivianos por metro cúbico (1.000 litros), la población más pobre que no tiene conexión compra el turril de agua, sin tratar, a siete bolivianos. Un turril tiene 200 litros de capacidad, de donde resulta que los pobres pagan siete veces más por un agua que además es de peor calidad.
Esta diferencia es mortal. Los estudios sobre salud y población han determinado que la cantidad y calidad de agua en el hogar constituyen el principal factor que explica las diferencias de mortalidad infantil en nuestra ciudad. En marzo del año 2000, advertimos que jugar a la política con el agua demoraría la solución a este problema y que eso implicaba que cada mes de demora podía costar la vida a unos 40 niños. Han pasado 252 meses sin que se hubiera solucionado ese problema por lo que puede estimarse que se perdieron más de 10 mil vidas por la guerra del agua. Ni una sola de ellas tuvo la oportunidad de combatir, defenderse o votar. Los héroes de esa guerra los ignoraron haciendo creer a todos que el paraíso estaba a la vuelta de la esquina.
El autor es investigador del Ceres
Columnas de ROBERTO LASERNA