El gral. Vicente Rojo y su mujer en Bolivia
Siempre he pensado que la estadía en Bolivia del gral. Vicente Rojo nos dio prestigio y renovó el estancado aire de un país donde no venía mucha gente. Diciendo esto quiero sumarme al recuerdo que el pasado diciembre hizo Rafael Archondo, en su columna de Página Siete: “Rojo en Bolivia”.
Es que no era cualquier inmigrante. Si bien venía de comandar un ejército que fue derrotado, la mayoría de los autores le reconocen como estratega brillante; con la desventaja de haber estado en el lado con menores recursos, en el bando que no tenía mando único y debilitado por rencillas y luchas intestinas entre comunistas, socialistas, anarquistas y sindicatos. Aun con eso retardó el triunfo de Franco.
Tampoco se puede olvidar la aureola romántica que generó la Guerra Civil Española con las brigadas internacionales a favor del lado republicano por un lado y, por otro, los escritos de Hemingway, Octavio Paz, Neruda, Orwell y otros. Y parte de ello le tocaba al General Rojo. Aunque en verdad no era la ideología lo que seguía Rojo, sino la legalidad de la República. Los otros eran los alzados. Él estaba lejos de esas rencillas regionales e ideológicas que conflictuaban al bando republicano. Ese mismo ambiente se trasladó al exilio de Buenos Aires y él no vivió tranquilo ni conforme con ese ambiente.
Hasta que, para fortuna de él y nuestra, el gobierno de Enrique Peñaranda lo contrató para ser profesor de la Escuela de Guerra, que ahora se llama Escuela de Comando y Estado Mayor en Cochabamba. Y vivió en Bolivia desde 1943 a 1957. Ahora, gracias al libro escrito por su nieto, Andrés Rojo (La Paz, 1958), titulado “Vicente Rojo. Retrato de un general republicano” (Tusquets, 2006), sabemos muchas cosas. Entre ellas, que él valoraba y agradecía que su contrato le reconocía como general del ejército español.
Andrés Rojo cita la “Autobiografía” de su abuelo para relatar la relación con Bolivia: “He trabajado tan intensamente y tan a gusto, he forjado tan buenas amistades, me he compenetrado tan entrañablemente con el alma de Bolivia y los afanes de sus hombres”. Se dice que fueron muy afamadas sus clases teóricas y también célebres sus expediciones táctico-logísticas en las fronteras. Sus años en Bolivia fueron “el mejor oasis que pude hallar para restablecer el equilibrio de mi vida”. Cómo sería la imbricación con Bolivia que casó aquí a seis de sus siete hijos (con el tiempo y después del retorno de su padre cinco volvieron a España. Es que Bolivia no daba muchas oportunidades).
Se puede decir que Vicente Rojo en Bolivia tenía muchas satisfacciones, pero no dejaba de ser un exiliado. Y todos ellos llevan heridas a cuestas y una bolsa de ausencias y cosas no resueltas. Por eso Rojo quería volver a España.
Pero no sólo era eso. Nada es simple. Los generales no sólo mueven tropas en el frente u ordenan avances de tanques. También tienen mujer y todos sabemos que ella y la familia es otro frente. Y es que doña Teresa Fernández tenía particularidades que podrían ser material de literatura. Así me parece el hecho de que “a pesar de que su marido llevara luchando desde el mismo día del golpe contra los militares rebeldes, ella siguió considerando que la razón estaba del otro lado”. Yo me imagino a ella, tan católica, de misa diaria y rosario, orando para que su marido no muera en el frente y al mismo tiempo pidiendo el triunfo de los “nacionalistas”. Y, aun así, lo acompañó en todo momento. Lindo, ¿no? La guerra podía ser contradictoria pero no su marido. Ella le siguió, cruzó el Atlántico y llegó a Cochabamba.
Los hijos mayores entraron a la universidad y uno de ellos al colegio militar, pero doña Teresa nunca se adaptó a Cochabamba “ya fuera por la radical extrañeza que le producían los cholos (…), ya fuera por el polvo de las calles o por la simple nostalgia”. Pero fue en la cocina donde se mantuvo incólume en sus convicciones y no siguió al marido. Doña Teresa fue radical y se negó a incluir a su menú comida boliviana. “Al parecer fue tan obstinada y terca que no sólo no preparó, sino que ni siquiera probó bocado alguno de los platos tradicionales”, sigo a Andrés Rojo. O sea que no probó el chuño que acompaña al ají de lengua y tampoco sopa de maní. Pobrecita, era su protesta.
Por eso el General en una nota autógrafa de 1956 apuntó: “voy a intentar, cediendo en todo cuanto haya que ceder, para que me abran las puertas, evitando a mi mujer morir en América, lo cual sería el mayor disgusto de mi vida”.
Después de muchas gestiones, su regreso fue autorizado. Al poco tiempo de su llegada se le inició un proceso por rebelión, que acabó condenándolo a prisión perpetua. A las semanas se le comunicó que se le indultaba de cadena perpetua, salvo la interdicción civil.
Después de eso siguió escribiendo y publicó libros sobre la guerra. Se reunía con pocos amigos y aunque el libro del nieto no lo dice se sabe que acudía a la embajada boliviana a leer periódicos atrasados y de repente encontrar a algún conocido. Murió el 15 de junio de 1966.
Me parece de novela que el cortejo fúnebre haya recorrido calles de Madrid. Esa ciudad que había defendido de las tropas franquistas. También es literatura, además que mi inconsciente me delata en mis simpatías, el hecho que hayan asistido al sepelio tres destacados falangistas. Uno de ellos, Rafael García Serrano, declaró a la prensa que se había rendido su último tributo “a un hombre que se equivocó, pero que lo hizo a la española”.
Columnas de RICARDO SERRANO HERBAS