Godard, suicida
“Si estoy demasiado enfermo, no me apetece que me arrastren con una carretilla”, declaró el cineasta franco-suizo, Jean-Luc Godard, en una entrevista que le hicieron hace ocho años.
Aquella no era una frase irreflexiva, el suicidio fue un tema recurrente en su obra y en su propia existencia: se infligió autolesiones en más de una ocasión, consumió barbitúricos y una vez intentó saltar por una ventana. Y cuando sintió que, a causa de distintas patologías propias de un nonagenario, no podía desarrollar su vida con normalidad, eligió con firmeza —“no es posible obtener imágenes nítidas cuando las ideas son difusas”, dijo alguna vez—, cuándo, dónde y cómo morir.
Lo hizo el pasado 13 de septiembre, en su casa en Rolle, Suiza, a través del Suicidio Asistido, método autorizado por la legislación de ese país. “Jean-Luc estaba agotado, así que tomó la decisión de acabar”, declaró, sin dramatizar, un allegado de la familia.
De esa manera partió el último superviviente de la Nouvelle Vague, movimiento artístico de principios de los sesenta que rompió con la estructura y el estilo convencional del cine de masas. En contraposición al llamado Cinéma de Qualité, las películas de la Nueva Ola fueron rodadas fuera de los estudios, con muy poco dinero y mucho espacio para la espontaneidad e improvisación en el guion y en la actuación. Al igual que Truffaut, Chabrol, Rohmer, Resnais, Demy, Varda y otros, Godard realizó un cine muy personal, que reflejaba sin rodeos su posición crítica ante el mundo y ante la vida y que estaba deliberadamente alejado del cine comercial.
No me arrepiento de haberme acercado a estas películas en el último tiempo, ni de haberme alejado, a la vez, de la oferta mediocre de las plataformas más populares, cuyos principales títulos no ofrecen nada más que bromas fáciles, amores cursis o terror morboso. Películas como El desprecio, Jules y Jim y Mi noche con Maud demuestran que el cine puede ser mucho más amplio y penetrante que el Hollywood de los guiones estandarizados, regidos a la estructura de los tres actos —el planteamiento, la confrontación y la resolución, con dos puntos de giro entre medio—, tan mecánica y predecible que, al igual que McDonald’s con las hamburguesas, es capaz de producir miles de filmes con el mismo sabor.
Godard, como todo artista auténtico, utilizó el cine como herramienta de agitación. En el transcurso de su carrera, no dejó de provocar al cinéfilo apacible y llevarlo a terrenos desconocidos con obras tan imaginativas como irritantes y difíciles de descifrar. Mezclando el espacio y el tiempo, alteró la narrativa a tal extremo que varias veces declaró, con ironía, que él mismo no entendía algunas de sus películas
—“Fumista”, le decían con desprecio aquellos conservadores apegados a los estilos simples de narración—. Mantuvo ese estilo hasta el final, y a sus noventa años continuaba siendo el cineasta más vanguardista de la época.
Su muerte por Suicidio Asistido devela una práctica legal y extendida en Suiza desde los años cuarenta, que sostiene que, aún sin padecer una enfermedad terminal, toda persona que tenga dominio de sus capacidades mentales tiene derecho a decidir sobre su propia muerte.
No conocemos los detalles de la última escena de este fantástico creador que, según Olivier Assayas, “fue varios cineastas y tuvo varias vidas, algunas simultáneamente”. Sin embargo, como el procedimiento suele ser similar, es posible imaginar que Godard, rodeado de su círculo íntimo y con la presencia de un testigo perteneciente a una asociación de ayuda a la muerte digna, se acomodó serenamente sus icónicas gafas, se recostó en un sillón o en su cama, se aplicó él mismo la inyección o bebió el frasco con la poción letal y se apagó reafirmando que “la alegría no produce buenas historias”.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE