El efecto Garibay y nuestra mirada al éxito
La noticia de una victoria resonante para un competidor boliviano en cualquier evento deportivo internacional no es usual. Por eso, cuando ocurre, nuestra alicaída autoestima recobra fuerza. Eso pasó con el atleta Héctor Garibay que llegó primero a la meta de la Maratón de la Ciudad de México, con un tiempo récord de 2:08:23 y a varios segundos de corredores africanos que son los tradicionales ganadores de las pruebas de largo aliento en el atletismo mundial.
La carrera de Garibay, orureño de 35 años, ha sido siempre en soledad. Es más, el domingo, en sus primeras declaraciones a los medios deportivos del mundo, dijo que desgraciadamente tiene muy poco apoyo y que el Estado boliviano le debe desde hace más de un año la beca olímpica que se otorga a deportistas destacados.
En el orden de prioridades nacional, las victorias deportivas internacionales no aparecen en la lista, salvo cuando se producen noticias como la de Garibay, la nadadora Karen Torres o del campeón mundial de ráquetbol, el chuquisaqueño Conrrado Moscoso. De todas maneras, el entusiasmo y las buenas intenciones duran menos que el tiempo empleado por Garibay para recorrer los 42 kilómetros en las calles de una de las ciudades más pobladas del planeta.
No somos muy amigos del éxito, porque lo frecuentamos poco. Y esa falta de costumbre para las buenas noticias, sobre todo deportivas, tal vez nos haya convertido en un pueblo que transita por la historia con pocas razones para levantar la cabeza. Esporádicamente, con el campeonato sudamericano de 1963 o la clasificación mundialista de 1994 e incluso, en menor medida ayer, sentimos una suerte de reconciliación con esas tres palabras que resumen el sentido de la esperanza: sí se puede.
Y no es un tema que se circunscriba exclusivamente al deporte. Nuestros referentes más importantes de éxito internacional, los “campeones” históricos de otras actividades, generalmente han sido aplastados por el peso de toda suerte de estigmas, incluidos los ideológicos por supuesto.
El industrial minero boliviano Simón Patiño, por ejemplo, llegó a ser uno de los hombres más ricos e influyentes del mundo en la primera mitad del siglo XX, pero lo que se aprende sobre él tiene más bien una connotación negativa: la del empresario que explota al minero y se enriquece a su costa, y no la del emprendedor que, incansable, recorrió con sacrificio y muchas adversidades el camino que, finalmente, lo llevaría a la veta Salvadora, que transformó su vida y la del propio país.
Ocurre lo mismo con otro minero, Mauricio Hochschild, también “barón del estaño”, y por lo tanto víctima de la narrativa nacionalista de la Revolución de 1952, que lo arrinconó también en la posteridad “maldita”. Tuvo que pasar más de medio siglo para que, través de un libro bien documentado (Escape a los Andes, de los periodistas Raúl Peñaranda y Robert Brockmann), se reconociera otra faceta del minero boliviano que durante la Segunda Guerra Mundial ayudó mucho a la comunidad judía.
En Bolivia la prosperidad es siempre dudosa. En nuestra mentalidad no hay riqueza, ni éxito, sin cola de paja, acaso porque el filtro a través del cual se miran siempre las cosas es el del poder corruptor de la política o el de delitos que han marcado nuestra modernidad como el narcotráfico. No se reconoce lo bien habido y lo bien logrado, aunque la balanza se incline favorablemente en muchos casos. Por lo general y aunque suene excesivo, los ejemplos de éxito suelen ser malos ejemplos.
Con los liderazgos las cosas se dan de manera similar. Con los lentes de la polarización, la visión maniquea nos lleva a desconocer la relevancia del indudable aporte de Hernán Siles Zuazo a la construcción democrática y queda más en la memoria la UDP como símbolo de un período catastrófico. Cuando se habla de Víctor Paz, su “traición” a los postulados revolucionarios de 1952 tiene más peso que su contribución a superar la turbulencia de la hiperinflación. En otros casos, los de Gonzalo Sánchez de Lozada y Evo Morales, las sombras pesan también mucho más, tal vez porque ellos se encargaron de borrar, por ambición o capricho, las luces de sus respectivas gestiones.
El panteón de los héroes es muy remoto y a veces trágico, y no alcanza para alimentar el ego y la autoestima nacional. Por eso, los triunfos deportivos, escasos pero relevantes, deben ser descifrados como una lección que abarque otros ámbitos de actividad, fuera de la excepcionalidad que los convierte en rápida materia del olvido. El efecto Garibay debería servir para pasar de la cultura del pesimismo, a la de una ambición sin complejos, para mirar con más frecuencia desde lo más alto del podio y no desde la frustración.
Columnas de HERNÁN TERRAZAS E.