Retrocesos democráticos
Como el cangrejo. Así va la democracia en Bolivia. Lo prueban no solo los análisis o estudios de percepción que realizan diversas entidades sobre el estado de la democracia en el país, como el presentado hace poco por el Observatorio de Defensores de Derechos Humanos de la Red Unitas, sino también las vivencias que recogemos a diario en nuestro entorno. Todos los días se registran hechos que evidencian ese deterioro y retroceso, tanto en pequeña como en gran escala: desde la casa, el barrio, el colegio o empleo, hasta lo visto en los diferentes niveles de gobierno, representación o servicios públicos.
Ejemplos hay en abundancia para corroborar lo dicho. Hace solo unas horas se registró un caso más entre tantos ocurridos a menor escala: una joven que se autoidentificó como beniana, pero que despotricó contra Trinidad a través de sus redes sociales, fue agredida verbal y físicamente por sus conocidos y otros ni tan conocidos. Furiosos por la ráfaga de descalificaciones descargada por la joven contra la gente y la capital beniana, unos y otros no hallaron “mejor” recurso que la violencia para expresar su malestar y rechazo a lo dicho por la pelada, reemplazando por manazos las razones o argumentos.
El caso no acabó ahí. Viralizado el mismo, no faltaron voces ajenas al hecho justificando la reacción violenta. El “se lo merecía” o “ella se lo buscó” derivó de inmediato en el cada vez más común e incontrolable linchamiento mediático que atropella todo principio o derecho a la libertad de expresión. Una libertad que no admite -o no debiera admitir- restricciones de parte de quienes piensan distinto. Parece un tema menor, un problema casi doméstico, pero no lo es: la libertad de pensamiento, de expresión, es fundamental en el ejercicio y la práctica democrática.
¿Acaso no es lo que pregonamos cuando nos toca enfrentar casos de mayor impacto? Por ejemplo, los vistos también con mayor frecuencia en conflictos sindicales, regionales y políticos, como los protagonizados por los maestros o productores de coca a inicios de año; los cívicos o institucionales, como los padecidos sobre todo en Santa Cruz, Potosí y La Paz; o los sufridos por organizaciones como la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia, por autoridades públicas -como el gobernador de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho- o líderes sociales, como Amparo Carvajal, César Apaza y otros más.
Atrás de cada caso hay historias de terror que comprueban el retroceso de la democracia en Bolivia, reflejada a su vez en el deterioro de la institucionalidad democrática. En este momento, es casi un milagro encontrar una organización sindical o gremial que esté libre de la presión gubernamental y cohesionada en la base y en el liderazgo. Más dificil aún es contar con poderes u órganos del Estado independientes, o con entidades públicas libres de la instrumentalización por el partido de gobierno. Peor todavía: padecemos absurdos como el de sufrir vulneraciones a nuestros derechos a manos de quienes están llamados por ley a protegerlos y garantizarlos, como es el caso de la Policía.
La Policía se ha convertido en la prinicipal vulneradora de derechos, según el informe del Observatorio de Unitas. Con una yapa preocupante: la impunidad, y no solo en los casos que involucran a policías, sean jefes o subalternos, sino también en otros protagonizados por funcionarios y administradores de justicia, y autoridades y empleados del Gobierno. Los atropellos y abusos de poder están llegando a niveles y frecuencia no vistas antes a lo largo de estos 41 años desde la recuperación de la democracia, en octubre de 1982. Más preocupante aun es no vislumbrar, a corto plazo, un freno a este retroceso.
Todo lo contrario: la coyuntura nos muestra un escenario de mayor precariedad en todo lo referido a derechos y garantias ciudadanas, al que sin duda contribuirá la crisis que ya se siente en la economía, una realidad que el gobierno central insiste en negar. Otra vez, los informes especializados sobre la situación económica en Bolivia no dejan margen a dudas y echan por tierra los argumentos oficialistas en sentido contrario. Todo indica que a medida que se acerque 2025, año electoral, esa precariedad irá en aumento, agravada por las tensiones políticas ya exacerbadas hoy por las disputas partidarias internas.
Esto sin considerar el riesgo mayor que entraña para la frágil democracia boliviana el vacío de poder que amenaza provocar la irresolución del problema que enfrenta hoy el órgano judicial, con mandatos a punto de fenecer en diciembre y sin posibilidad alguna de asegurar la elección y posesión de nuevos administradores de justicia en enero de 2024, como mandan la Constitución y las leyes. He aquí la tormenta perfecta: crisis económica, crisis política y descontento ciudadano, con posibles estallidos sociales y sin uno de los órganos del Estado vital, aun con todas sus faltas y debilidades, como es el judicial.
Columnas de MAGGY TALAVERA