Tomando posición
Javier Milei fue controversial desde su irrupción pública como analista económico, por razones harto conocidas y fundadas. Las causas de su elección como presidente de la Argentina, así como las incertidumbres que abre esa victoria han motivado y seguirán motivando opiniones. Pese a las diferencias entre ellas, coinciden en identificar a la desesperación de la población del país vecino ante la peor crisis de su historia democrática moderna, al desprestigio de la política tradicional y a las extravagancias del hoy presidente electo como factores incidentes en ese resultado, quedando en duda cuánto del apoyo ciudadano a Milei el día que fue elegido incluye adhesión consciente a sus propuestas, y cuánto durará.
El futuro es incierto, más considerando que La Libertad Avanza, boleto de ingreso a las competencias electorales, no es una estructura partidaria; es una sigla sin raigambre en la sociedad, con escasa presencia legislativa y ausente de los gobiernos provinciales, debilidades profundas para la aprobación y aplicación de medidas, y para enfrentar a las redes paraestatales instaladas por el kirchnerismo como operadores eficientes de propaganda, impostura, chantaje y violencia a gran escala. Rasgos comunes a la situación boliviana, para mal de nuestros pesares.
La cuestión en discusión a propósito de Argentina nos lleva a tomar posición respecto del fondo, del estatismo y del libre mercado sin rodeos ni disimulos, sin extremismo ni tibieza —ojalá— pues la complejidad de la realidad invalida el simplismo de “blanco o negro”; asumiendo además que la economía no es sólo cuantitativa. Decididos a aprender, como dice Escohotado: “dejándose sorprender, haciendo que donde estaba el prejuicio, llegue el juicio (…) en forma de hechos sucesivos…”. Lejos de la “consecuencia” a rajatabla con las ideas que deriva en “obsecuencia” con el error, porque la realidad cambia y no hay verdades eternas. Lejos de lo “políticamente correcto”, de la “la tiranía de la opinión pública” según John Stuart Mill, que termina como una ideología que exige obediencia y sumisión, como refiere H.C.F. Mansilla en Sociedad dislocada, Estado autoritario y desastre ecológico (p. 13).
Una mañana de 1993 escuché a un amigo entrañable su deseo de que Gonzalo Sánchez de Lozada ganara las elecciones y pusiera en marcha un proyecto que facilitara en Bolivia la producción de riqueza como condición del despegue económico del país y el mejoramiento de la vida de la gente. “Una de las desgracias de Bolivia es que no tiene una oligarquía de verdad”, dijo. Mi amigo era un sacerdote franciscano, licenciado en teología y en sociología, con doctorado en ésta última. Llegó a Bolivia en la primera mitad de los años 70, en el contexto de la Guerra Fría, cuando Cuba se esforzaba en exportar su “revolución” a cuanto país se le ocurría, y las fuerzas anticomunistas repelían tal afán acudiendo a las dictaduras militares de tenebrosa memoria por sus crímenes de lesa humanidad. Mi amigo era de izquierda, como muchos académicos y religiosos católicos. Como muchos adolescentes y jóvenes. Como yo.
Pero en 1993 el mundo era otro: el muro de Berlín ya había caído y la URSS estaba disuelta. Bolivia también había cambiado: ya la hiperinflación había sido superada y el modelo capitalista de Estado que el nacionalismo revolucionario implantó desde el final de la Guerra del Chaco había sido reemplazado por el “neoliberal” con el DS 21060 promulgado en agosto de 1985 por Víctor Paz Estenssoro. Por eso mi amigo Lorenzo Calzavarini —el mismo que me convocó en 2008 a contraponer la verdad ante la impostura de los “pseudointelectuales”— también había cambiado su manera de pensar. Como yo. La constante era su interés en que el país supere sus límites económicos para que la vida de la gente mejore. En y con libertad. Apostando a las potencialidades de toda persona, digna e igual a las otras en derechos y deberes, a salvo de la condena a ser sierva de un poder que diciendo protegerla, la somete.
Entonces no había “socialismo del siglo XXI”. Ahora sí. Mansilla afirma al respecto: “los regímenes socialistas y populistas sólo han creados enormes aparatos burocráticos y reprimido todo anhelo emancipatorio. (…) Todos, sin excepción, pueden ser calificados como fracasos y desilusiones” (pp. 13-14). Añado: llevan a la miseria y a la opresión. Los ejemplos abundan. Los latinoamericanos los conocemos: Cuba, Venezuela, Nicaragua, Argentina, Bolivia.
En esa línea, reitero lo dicho en un artículo anterior: “tengo una certeza con base empírica más que suficiente: allá donde se convierte al Estado en el protagonista principal de la economía en desmedro —cuando no desaparición— de la iniciativa privada actuando en un mercado libre, sus operadores, elegidos o designados, expropian a su favor el patrimonio público e instalan la incompetencia, la improvisación, la corrupción y el abuso, desmantelando la democracia para reproducirse eternamente en el poder”.
Por eso le deseo éxitos a Milei. Por el bien de Argentina y por el nuestro también.
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